Está extendida la opinión de que nuestras decisiones, si han sido adoptadas libremente, no pueden ser malas. Se cree que lo elegido libremente, por el mismo hecho de ser libre, ya es bueno.
Se nos dice que lo importante no es elegir bien, ni elegir lo bueno, sino elegir sin coacciones; si la decisión es libre, da igual lo elegido. Esto es falso.
No todas las opciones desarrollan igualmente la libertad. Unas son equivocadas y terminan haciendo daño a uno mismo y a los demás; otras son correctas, pero pobres; y otras son correctas y enriquecedoras.
Por ejemplo, algunas decisiones inicialmente libres, pero equivocadas:
- el bebedor que elige beber, destruye su capacidad de trabajar y seguramente perderá su puesto de trabajo
- el drogadicto al principio es libre, pero después destruye su salud y no es libre para dejar la adicción
- el esposo infiel elige mal y destruirá su familia y perderá a sus hijos.
Otras opciones pueden ser correctas, pero muy pobres:
- dedicar la vida a ser campeón de un deporte extraño y minoritario, no redunda en beneficio para los demás (p.e. curling, bochas, etc.); es lícito, pero es pobre;
- en cambio, mejorar nuestro entorno mediante el propio trabajo, el arte, la literatura, etc, es muy meritorio;
- y más si dedicamos también los ratos libres y las vacaciones a la solidaridad.
La libertad no sólo consiste en elegir, sino en elegir bien, y escoger lo bueno
La libertad no sólo consiste en elegir, sino en elegir bien; de la misma manera que el entendimiento no consiste sólo en elucubrar posibilidades, sino en descubrir cómo son realmente las cosas.
Y al igual que la mente necesita ser contrastada con la realidad, para ver si se equivoca o no (p.e. el investigador o médico que logra vencer una enfermedad, el ingeniero que consigue llevar una conducción de agua de un lugar a otro), la libertad necesita un norte, un proyecto que la ponga en ejercicio, y la emplee en un compromiso que la dignifique.
La inteligencia sale vencedora cuando resuelve un problema, y la libertad sale enaltecida cuando elige bien y se compromete en un buen proyecto.
El ser humano es limitado y por lo tanto también su libertad es limitada; no se basta a sí misma, no convierte en bueno lo que elige, necesita un norte, una guía, un compromiso.
El que no se compromete con algo grande acaba preso de preocupaciones ridículas, ambiciones mezquinas, etc.
Por eso, dice san Josemaría, comentando el sí de la Virgen al anuncio del ángel, que su hágase es “el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios” (Amigos de Dios, 25)
Adherirse a lo mejor no determina la libertad, no la anula. Así como el imán atrae al hierro, y cuando se unen la atracción es máxima, de la misma manera el bien atrae a la libertad, y cuando se adhiere al bien, es más feliz. Los santos son los más libres.
Porque lo que se opone a la libertad es la coacción, no el estar adherido al bien. Una madre no pierde su libertad –al contrario- cuando deja de ir al cine con las amigas, para cuidar a sus hijos; sencillamente, ha optado por un bien mayor.
La calidad de la persona se mide por los vínculos que establece, por el servicio que presta, etc.
La decisión por Dios y por los demás, es la que más despliega la libertad, la que más la pone en ejercicio (como un cometa o una vela que se puede desplegar más o menos al viento).
Por lo tanto, hemos de ejercitar la libertad,
- siendo libres de nuestros caprichos y manías
- comprometiéndonos en proyectos que valgan la pena, que no sean mero divertimento.
La libertad es un proceso de liberación de condicionamientos interiores (p.e. pecado):
- Un primer nivel supone ser libre de coacción para elegir.
- Un segundo nivel exige ser libre de mí mismo para cumplir aquello que me he propuesto.
- Y en un tercer plano, la libertad encuentra su plenitud en el ámbito sobrenatural de la gracia, apartándose del pecado.
En efecto, todos somos libres, pero podemos cultivar la libertad que Cristo nos ganó en la Cruz, liberándonos de la esclavitud del pecado.
Hemos de luchar positivamente por ser cada vez más libres de condicionamientos exteriores e interiores, porque sin libertad no podemos amar.
Jesús nos dijo: “la verdad os hará libres” (Jn 8,32), porque podemos crecer en libertad.
En el plano social también debemos amar la libertad, y promover la justicia y la libertad.
Los cristianos no afirmamos que nosotros poseemos toda la verdad, pero sí afirmamos
- que la verdad existe,
- que entre todos podemos alcanzarla, y
- que es universal, válida para todos, de lo contrario no sería verdad. Si cada uno tiene su verdad, no es propiamente hablando una verdad.
Promovemos la libertad religiosa, el derecho a profesar una religión sin coacción por parte de la sociedad o del Estado, siempre que se respete el orden público.
Los cristianos queremos la separación entre iglesia y estado, pues la religión no es competencia del Estado.
El Estado debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, igual que favorece la cultura, el arte o el deporte, que no son competencia suya.
Unos ejemplos:
a) El Estado no es en sí mismo “deportista”, no toma partido por un deporte u otro; pero sí apoya aquel deporte en el que sobresalga un español, y construye polideportivos en los pueblos.
b) El estado no toma partido entre la música, la literatura o la escultura; apoya aquellas manifestaciones culturales y artísticas que son propias de nuestra tierra, y construye bibliotecas, auditorios musicales, paga conciertos, premios literarios, etc.
De la misma manera, el Estado no es religioso, pero puede apoyar las manifestaciones religiosas que sean comunes entre sus ciudadanos; y por eso puede pagar la rehabilitación o construcción de iglesias, o puede ayudar a sufragar los gastos de una JMJ con el Papa.
La religión no puede ser relegada al templo, debe poder estar en la calle, en los actos públicos,
- de manera visible (porque el hombre es un ser sensible),
- de manera repetida (porque el hombre es un ser histórico y temporal),
- y de manera comunitaria (porque el hombre es un ser social).
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