martes, 4 de febrero de 2014

¿Todas las opciones vitales son igualmente buenas, con tal de ser libres? ¿O unas resultan ser mejores que otras?



No todas las elecciones y opciones vitales producen los mismos frutos. Unas elecciones libres se demuestran erróneas al cabo del tiempo, y conducen a una esclavitud, una falta de libertad; otras opciones son correctas pero pobres, y no desarrollan toda la potencialidad de la persona; y otras elecciones son enriquecedoras. Hay que acertar...

Si la decisión va contra la naturaleza de las cosas, termina siendo una cárcel. Si es acorde con la verdad de las cosas, pero pobre, nuestro corazón permanece pequeño y quizá egoísta. En cambio, si es acorde con la verdad de las cosas y es enriquecedora, nuestro corazón se hace más grande y capaz de querer de una manera más generosa.

No cabe razonar así: a tí esa opción te parece mala, pero para mí es buena. Si es buena o mala, lo es para ambas. Otra cosa es que para una sea más correcta, aquí y ahora; pero las circunstancias no convierten en bueno lo que es malo, o viceversa.

Lo malo, hay que evitarlo siempre. En cambio, no está determinado que algo bueno lo sea siempre y en todos los casos; dependerá de las circunstancias, y hay que decidir prudentemente qué decisión tomar.

Pues bien, si entre todas las elecciones libres, resulta que unas se demuestran erróneas y otras correctas, esto quiere decir que no basta que una elección sea libre para que sea buena. Es necesario, además, que sea acorde con la verdad.


ES POSIBLE CONOCER LA VERDAD Y TOMAR DECISIONES PARA SIEMPRE

El relativismo sostiene que es imposible que cada uno conozca la verdad; sólo accede a una parte de la verdad. Sin embargo, todos sentimos la atracción de lo verdadero y auténtico.

¿Porqué a todos –creyentes o no creyentes- nos indigna la mentira? ¿Porqué a toda novia o esposa le subleva que su pareja le engañe?
¿Cómo es que todos estamos de acuerdo en qué es verdadero y qué no lo es? ¿Acaso tenemos todos una medida innata? Sí, la tenemos y se puede llamar “naturaleza humana”, o naturaleza común de las personas.

La mentalidad relativista es un modo de renunciar a indagar sobre el sentido de la vida, con la consiguiente restricción del horizonte vital. Es una postura práctica, que fácilmente toma cuerpo en la cultura. No es tanto un sistema filosófico coherente, sino un estilo de pensar en el que se evita hablar en términos de “verdadero o falso”, pues no se reconoce una validez objetiva a los juicios sobre aquello que trasciende (Dios, el alma, el amor) lo que cada uno puede ver y tocar.

Para el relativista, sólo podemos alcanzar certeza en el ámbito de las ciencias experimentales. El resto de las afirmaciones, pertenecen al ámbito privado, a los valores personales, a la opinión y al gusto; no se puede pretender comunicarlas a los demás como verdaderas. Quizá por eso cobran auge los sucedáneos de la fe racional, como el esoterismo y la mitología, o sea, formas de religiosidad no racionales, más cercanas a la magia.

Esta actitud intelectual, además, conlleva un modo de comportarse en la práctica: como no puedo conocer nada con certeza y de forma definitiva, tampoco puedo tomar decisiones para siempre (p.e. el matrimonio).


NADIE DA LO QUE NO TIENE

La verdad es atractiva por sí misma. Pero no siempre es evidente; por eso, es necesario buscarla y contemplarla, también con el estudio y con la formación.

Hemos de procurar que nuestras palabras sean verdaderas; que la apariencia que damos sea verdadera, que nuestros hechos sean acordes con nuestro ser humano.

El Papa emérito Benedicto XVI describía la actitud de algunas personas ante las verdades morales afirmadas por la Iglesia: «la Iglesia –se preguntan-, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?» (Deus charitas est, 3).

Y a continuación explicaba que las aparentes contradicciones entre verdad y libertad no se resuelven sólo gracias a la inteligencia, sino principalmente acogiendo el amor que Dios y los demás nos brindan, y correspondiendo con nuestro amor.

El amor a la verdad no se aprende en un ambiente de enfrentamiento y conflicto, de vencedores y vencidos; lo que mueve, ilumina, y prepara la inteligencia para la consideración de la verdad, es la amistad, la alegría, y la actitud de servicio.

Desde el nihilismo de Nietzsche, la confianza para dis­tinguir con claridad lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo, ha decrecido de modo patente.

No se trata sólo de una actitud escéptica, fruto de una crítica aguda, ni una desconfianza provocada por la experiencia de lo voluble que es todo lo humano, sino mucho más: es una debilidad en el inicio del pensar, una indiferencia respecto a los criterios absolutos, que resta peso a la persona singular y a cada civilización.

Y eso es peligroso, porque donde falta el vigor intelec­tual y la toma de postura personal sobre lo falso y lo verdadero, aparece la falta de libertad, bien sea porque el poder civil o los mass media se imponen, o bien sea porque el individuo queda a mercer de sus propios caprichos.

La universidad –profesores y estudiantes- tiene aquí una gran respon­sabilidad; si en ella, que está esencialmente orientada al conocimiento, decae la confianza en lo verdadero y la fuerza para discernir lo correcto, ¿en qué otro lugar habrá de encontrarse entonces la verdad?

Si lo que enseñan los profesores no fuese ni verdadero ni falso, sino parcialmente ambiguo, ¿para qué estudiar?


LA ÉTICA Y LA PAZ SOCIAL

El relativismo lleva, pues, a una postura existencial: si no puedo llegar a ninguna conclusión cierta, al menos tratemos de establecer un camino –un método- que me permita alcanzar la mayor cantidad de satisfacción posible; una satisfacción que, por la misma dinámica de los hechos –contingentes y finitos–, será fragmentaria y limitada: una acumulación de experiencias, sensaciones, etc.

Para el relativista es importante evadir el problema de la verdad: cualquier opinión tiene cabida en la vida pública con tal de que no se presente con pretensiones de universalidad, como una explicación completa sobre el hombre y la sociedad.

Así, las verdades religiosas quedarían a merced de los gustos, de las tendencias, reducidas a cuestiones opinables dentro de un gran bazar de creencias, todas ellas carentes de racionalidad, porque no se pueden validar con la ciencia experimental.

De este modo, el relativismo pretende ser la justificación vital, no teórica, para evitar conflictos sociales. El pensamiento débil se ha alzado a sí mismo como el presupuesto necesario de la democracia: sostiene que en una sociedad cosmopolita en la que coexisten etnias, religiones y culturas diversas, defender la existencia de verdades comunes conduce al conflicto, y los convencidos de tales verdades son sospechosos de querer imponer –de modo fundamentalista, dicen– algo que no pasa de mera opinión.

Esto no es cierto. Hay que distinguir entre creencias religiosas (p.e. la Trinidad, la Eucaristía, que requieren fe) y verdades éticas, que se basan en la naturaleza común de las personas, creyentes o no. Por ejemplo, el matrimonio, la investigación con embriones, la adopción por parte de homosexuales, etc. no son temas religiosos, sino éticos. Y la ética debe orientar la legislación.

Paradójicamente, sucede lo contrario de lo que sostiene el relativismo. La falta de sensibilidad hacia la verdad, hacia la realidad de las cosas y el sentido de la vida, lleva consigo la deformación y la corrupción de la libertad. 

En todo caso, la acusación de generar conflictos mezcla dos planos: el de las convicciones personales, y el de su puesta en práctica en el campo político.

Estar persuadido de la verdad no implica imponerla a los demás. Es decir, el conflicto no se produce por el reconocimiento de verdades universales, sino por la falta de respeto a la libertad. 

Es más, la estima por las ideas contrarias, y por las personas que las pronuncian, no nace de la debilidad de las propias creencias; ocurre más bien lo contrario: el respeto hacia todos, aunque piensen distinto, se basa en una verdad universalmente aceptada, “no negociable”, que es la dignidad de cada ser humano.

Cuanto más convencidos estemos de esa verdad –que a los cristianos nos parece tan obvia–, más posible será que se garantice el respeto y la convivencia.

El éxito del relativismo es su postura práctica ante la vida, la excusa fácil que proporciona para vivir como uno desea, sin preguntarse por la autenticidad de su conducta. El gran defecto del relativismo –además de su incoherencia teórica- es que no coincide con el sentido común. Toda persona necesita conocer el sentido de su vida, y su destino.

Por eso, Jesucristo proclamó que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios” (Mt 4,4); el deseo natural de saber y el hambre de la palabra divina son inextinguibles.

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