martes, 18 de febrero de 2014

¿No es pesimista la visión cristiana del hombre? Siempre lo contempla como pecador…



En 1763, Jean Jacques Rousseau publica “Emilio, o de la educación”, donde sostiene que el niño es bueno por naturaleza, y puede aprender por sí mismo.

En 1954, el británico William Golding publica la novela “El señor de las moscas”, en la que unos niños aislados de la civilización van cayendo en la barbarie. Con ella ganó el Nobel de literatura.

¿Qué sucedió entre las dos novelas? Tres guerras globales (las guerras napoleónicas, y las dos mundiales) asolaron el mundo. Fueron conflictos impulsados precisamente por los países más civilizados del momento, y correspondían a ideologías que pretendían establecer el progreso y la justicia.

Por cierto, tomando como excusa el fundamentalismo islamista, algunos acusan a todas las religiones de ser fuente de conflictos. Pues bien, ni Napoleón, ni Hitler, ni Stalin actuaron por motivos religiosos. Trataremos este asunto al final.

¿De dónde surge el mal? El mal brota del corazón del hombre; no está fuera de él. Estamos hechos para el bien, nos atrae lo bueno, lo bello, lo verdadero, pero estamos heridos por dentro, y no todo lo que brota espontáneamente del hombre es bueno.


La experiencia del arrepentimiento

Es sintomático que la experiencia del arrepentimiento es universal, con independencia de culturas y religiones; sin quererlo, tratamos mal a quienes queremos, les mentimos, etc. Y después de obrar mal, nos duele, nos arrepentimos.

Pero ¿quién ha puesto en nosotros ese sentimiento? Si lo espontáneo fuese bueno, ¿porqué habríamos de arrepentirnos?

La religión ofrece al hombre un camino para redimirse, para liberarse del mal que le esclaviza.


Estamos heridos

Dios no quiere que los hombres sufran y mueran. Su idea original para el hombre era una vida en paz con Dios, con su entorno natural, y con sus semejantes; esto es lo que llamamos paraíso.

Sin embargo, vivimos sin esa armonía original con la naturaleza, con los demás, y en último término con Dios. Incluso con nosotros mismos. Estamos condicionados por el miedo y las pasiones.

La Sagrada Escritura explica mediante simbolismos que la armonía y el orden, se perdieron por un pecado original; y con él aparecieron la fatiga del trabajo, el sufrimiento, la mortalidad y la atracción del mal.

El pecado consiste en preferir un bien aparente al plan de Dios para nosotros. Y al rechazar el plan de Dios, se rechaza su amor, y a Dios mismo. Puede ser tanto más grave cuando más expresamente se desprecien sus mandamientos.

El pecado no es sólo un comportamiento incorrecto, o una debilidad psíquica. El pecado grave es la separación de Dios, y con ello, la separación de la fuente de la vida. Por eso, también la muerte es la consecuencia del pecado.

¿Y qué tenemos que ver nosotros con el pecado original? En efecto, en sentido propio, el pecado es personal. El término «pecado original» se refiere a un esatado, al hecho de que el hombre nace caído, herido, dividido: aspira a lo bueno, lo bello, lo verdadero y justo, pero le atraen los placeres de los sentidos, los bienes terrenos y a la afirmación de sí mismo.

Llevamos dentro de nosotros el veneno; no nos fiamos de Dios; sospechamos de Él, como si fuera un competidor que limita nuestra libertad; parece que sólo seremos plenamente humanos si somos capaces de llevarle la contraria. Pero entonces nos fiamos más de la mentira que de la verdad. Y cuando caemos en la cuenta, podemos arrepentirnos, o no.


Estamos heridos, pero no corrompidos, y salimos ganando

Aunque estamos heridos por el pecado original, no estamos determinados, como obligados a pecar. También nos ilusiona lo bueno, y tenemos la ayuda de Dios.

Con el pecado, hemos perdido la inocencia inicial del paraíso, pero también hemos recibido la posibilidad de participar de la vida y la felicidad divina, y esto no estaba preparado en el paraíso.

Es decir, la ganancia de haber sido redimidos es mayor que la pérdida sufrida por haber pecado, con la condición de que acojamos la redención de Jesucristo.

Dios quiere que optemos por la felicidad, por la alegría; que evitemos el mal y optemos por su plan para nosotros. Ha puesto en nuestro corazón un deseo tan profundo de felicidad que nadie lo puede saciar, salvo Él mismo. Y los Mandamientos y las bienaventuranzas describen el modo de alcanzar la felicidad.


¿Los mandamientos recortan la libertad?

Los mandamientos prohíben algunos comportamientos atractivos a primera vista, pero no son caprichosos. Son justos y sabios, porque obedecen a la naturaleza del hombre; señalan dónde está lo verdaderamente bueno, y enseñan a distinguirlo de lo que sólo es aparentemente bueno.

Los mandamientos son como el folleto de instrucciones de la persona humana, son la señalización del camino que conduce a la felicidad. Si uno quiere llegar al destino, las señales son una ayuda, no un impedimento.

En realidad, lo que recorta la libertad no es que haya mandamientos o señalización, sino la coacción externa y la esclavitud de los propios vicios; p.e. quien quiere estudiar y no lo consigue por falta de hábito, es esclavo de su pereza.

Nuestros actos equivocados nos llevan a padecer esclavitudes; los actos no quedan fuera de la persona. En realidad, nos modifican por dentro; el que roba a menudo se hace ladrón, el que bebe se vuelve alcohólico, el que no estudia se vuelve perezoso, el que no vive la castidad se vuelve egoísta, etc.


Sentido positivo y alegría

La Iglesia tiene una apreciación muy positiva de la persona humana, porque es la única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo. Lo creó a su imagen y semejanza.

En Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, hay vida, alegría y comunión sin fin. Ser introducido allí será una felicidad ilimitada para nosotros, que hoy no podemos concebir.

Esta felicidad es un puro don de la gracia de Dios, porque noso­tros los hombres no podemos ni producirla por nosotros mismos, ni captarla en su grandeza.

Dios quiere que noso­tros optemos libremente por nuestra felicidad, que le elijamos a Él, hacer el bien y evitar el mal.

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