En 1763, Jean Jacques Rousseau publica “Emilio, o de la educación”, donde
sostiene que el niño es bueno por naturaleza, y puede aprender por sí mismo.
En 1954, el británico William Golding
publica la novela “El señor de las moscas”,
en la que unos niños aislados de la civilización van cayendo en la barbarie. Con ella
ganó el Nobel de literatura.
¿Qué sucedió entre las dos novelas? Tres
guerras globales (las guerras napoleónicas, y las dos mundiales) asolaron el
mundo. Fueron conflictos impulsados precisamente por los países más civilizados
del momento, y correspondían a ideologías que pretendían establecer el progreso
y la justicia.
Por cierto, tomando como excusa el
fundamentalismo islamista, algunos acusan a todas las religiones de ser fuente
de conflictos. Pues bien, ni Napoleón, ni Hitler, ni Stalin actuaron por
motivos religiosos. Trataremos este asunto al final.
¿De
dónde surge el mal? El mal brota del corazón del hombre; no está fuera de él. Estamos hechos para el bien, nos atrae lo bueno,
lo bello, lo verdadero, pero estamos heridos por dentro, y no todo lo que brota
espontáneamente del hombre es bueno.
La experiencia del arrepentimiento
Es sintomático que la
experiencia del arrepentimiento es universal, con independencia de culturas y
religiones; sin quererlo, tratamos mal a quienes queremos, les mentimos, etc. Y
después de obrar mal, nos duele, nos arrepentimos.
Pero ¿quién ha puesto en
nosotros ese sentimiento? Si lo espontáneo fuese bueno, ¿porqué habríamos de
arrepentirnos?
La
religión ofrece al hombre un camino
para redimirse, para liberarse del mal que le esclaviza.
Estamos heridos
Dios no quiere que los
hombres sufran y mueran. Su idea original para el hombre era una vida en paz
con Dios, con su entorno natural, y con sus semejantes; esto es lo que llamamos
paraíso.
Sin embargo, vivimos
sin esa armonía original con la naturaleza, con los demás, y en último término
con Dios. Incluso con nosotros mismos. Estamos condicionados por el miedo y las
pasiones.
La Sagrada Escritura explica mediante simbolismos que la armonía y
el orden, se perdieron por un pecado original; y con él aparecieron la fatiga
del trabajo, el sufrimiento, la mortalidad y la atracción del mal.
El pecado consiste en
preferir un bien aparente al plan de Dios para nosotros. Y al rechazar el plan
de Dios, se rechaza su amor, y a Dios mismo. Puede ser tanto más grave cuando
más expresamente se desprecien sus mandamientos.
El pecado no es sólo
un comportamiento incorrecto, o una debilidad psíquica. El pecado grave es la
separación de Dios, y con ello, la separación de la fuente de la vida. Por eso, también
la muerte es la consecuencia del pecado.
¿Y qué tenemos que ver
nosotros con el pecado original? En efecto, en sentido propio, el pecado es
personal. El término «pecado original» se refiere a un esatado, al hecho de que
el hombre nace caído, herido, dividido: aspira a lo bueno, lo bello, lo
verdadero y justo, pero le atraen los placeres de los sentidos, los bienes
terrenos y a la afirmación de sí mismo.
Llevamos dentro de
nosotros el veneno; no nos fiamos de Dios; sospechamos de Él, como si fuera un
competidor que limita nuestra libertad; parece que sólo seremos plenamente
humanos si somos capaces de llevarle la contraria. Pero
entonces nos fiamos más de la mentira que de la verdad. Y cuando caemos
en la cuenta, podemos arrepentirnos, o no.
Estamos heridos, pero no corrompidos, y salimos
ganando
Aunque estamos heridos
por el pecado original, no estamos determinados, como obligados a pecar.
También nos ilusiona lo bueno, y tenemos la ayuda de Dios.
Con el pecado, hemos
perdido la inocencia inicial del paraíso, pero también hemos recibido la
posibilidad de participar de la vida y la felicidad divina, y esto no estaba
preparado en el paraíso.
Es decir, la ganancia
de haber sido redimidos es mayor que la pérdida sufrida por haber pecado, con
la condición de que acojamos la redención de Jesucristo.
Dios quiere que
optemos por la felicidad, por la alegría; que evitemos el mal y optemos por su
plan para nosotros. Ha puesto en nuestro corazón un deseo tan profundo de
felicidad que nadie lo puede saciar, salvo Él mismo. Y los Mandamientos y las
bienaventuranzas describen el modo de alcanzar la felicidad.
¿Los mandamientos recortan la libertad?
Los mandamientos prohíben algunos comportamientos atractivos a
primera vista, pero no son caprichosos. Son justos y sabios, porque obedecen a
la naturaleza del hombre; señalan
dónde está lo verdaderamente bueno, y enseñan a distinguirlo de lo que sólo es
aparentemente bueno.
Los mandamientos son como
el folleto de instrucciones de la persona humana, son la señalización del
camino que conduce a la
felicidad. Si uno quiere llegar al destino, las señales son
una ayuda, no un impedimento.
En realidad, lo que
recorta la libertad no es que haya mandamientos o señalización, sino la
coacción externa y la esclavitud de los propios vicios; p.e. quien quiere
estudiar y no lo consigue por falta de hábito, es esclavo de su pereza.
Nuestros actos
equivocados nos llevan a padecer esclavitudes; los actos no quedan fuera de la persona. En realidad,
nos modifican por dentro; el que roba a menudo se hace ladrón, el que bebe se
vuelve alcohólico, el que no estudia se vuelve perezoso, el que no vive la
castidad se vuelve egoísta, etc.
Sentido positivo y alegría
La Iglesia tiene una
apreciación muy positiva de la persona humana, porque es la única criatura a la que Dios ha amado por sí
mismo. Lo creó a su imagen y semejanza.
En Dios, que es Padre,
Hijo y Espíritu Santo, hay vida, alegría y comunión sin fin. Ser introducido allí
será una felicidad ilimitada para nosotros, que hoy no podemos concebir.
Esta felicidad es un
puro don de la gracia de Dios, porque nosotros los hombres no podemos ni
producirla por nosotros mismos, ni captarla en su grandeza.
Dios quiere que nosotros
optemos libremente por nuestra felicidad, que le elijamos a Él, hacer el bien y
evitar el mal.
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