martes, 25 de febrero de 2014

¿Las religiones provocan guerras y conflictos?



Tomando como excusa el fundamentalismo, algunos acusan a todas las religiones de ser fuente de conflictos. Pues bien, junto con la civilización y la cultura, la fe cristiana aporta razones para no imponerse a los demás mediante la violencia física, verbal o moral.

En el siglo XX hubo más guerras y muertes que en ningún otro siglo, y se trató de conflictos no religiosos, o incluso anti-religiosos. Ni Hitler, ni Stalin, ni Pol-Pot actuaron por motivos religiosos, al contrario.

En los siglos en que hubo guerras de religión, los conflictos también estaban provocados por la instrumentación política de las religiones. Al mismo tiempo, en muchos países y durante siglos, los creyentes de diversas religiones han convivido en paz; p.e. en Jerusalén, en Toledo, en países de África, en USA, etc.

En cualquier caso, una cosa es la religión y otra cosa es la intolerancia religiosa, de la misma manera que una cosa es la nación y otra el nacionalismo, por ejemplo; una cosa es el capital y otra el capitalismo; una cosa es la libertad, y otra el liberalismo.

La deformación de la religión (una religión sin teología, sin diálogo entre fe y razón, sin mediación de la cultura) es la que lleva al integrismo y al conflicto. La religión tiene el peligro de radicalizarse si no hay reflexión intelectual sobre su propia fe, si no hay contraste con otras realidades, etc.

Hay que fomentar una correcta separación entre la Iglesia y el Estado, entre otras cosas para evitar la instrumentalización política de la religión. En el siglo XX, esa separación la ha promovido el Concilio Vaticano II, y en cambio no se vive en lugares donde otra religión es predominante; p.e. países ortodoxos como Grecia, o luteranos como Suecia, o países anglicanos como Reino Unido, y sobre todo, estados islámicas.

martes, 18 de febrero de 2014

¿No es pesimista la visión cristiana del hombre? Siempre lo contempla como pecador…



En 1763, Jean Jacques Rousseau publica “Emilio, o de la educación”, donde sostiene que el niño es bueno por naturaleza, y puede aprender por sí mismo.

En 1954, el británico William Golding publica la novela “El señor de las moscas”, en la que unos niños aislados de la civilización van cayendo en la barbarie. Con ella ganó el Nobel de literatura.

¿Qué sucedió entre las dos novelas? Tres guerras globales (las guerras napoleónicas, y las dos mundiales) asolaron el mundo. Fueron conflictos impulsados precisamente por los países más civilizados del momento, y correspondían a ideologías que pretendían establecer el progreso y la justicia.

Por cierto, tomando como excusa el fundamentalismo islamista, algunos acusan a todas las religiones de ser fuente de conflictos. Pues bien, ni Napoleón, ni Hitler, ni Stalin actuaron por motivos religiosos. Trataremos este asunto al final.

¿De dónde surge el mal? El mal brota del corazón del hombre; no está fuera de él. Estamos hechos para el bien, nos atrae lo bueno, lo bello, lo verdadero, pero estamos heridos por dentro, y no todo lo que brota espontáneamente del hombre es bueno.


La experiencia del arrepentimiento

Es sintomático que la experiencia del arrepentimiento es universal, con independencia de culturas y religiones; sin quererlo, tratamos mal a quienes queremos, les mentimos, etc. Y después de obrar mal, nos duele, nos arrepentimos.

Pero ¿quién ha puesto en nosotros ese sentimiento? Si lo espontáneo fuese bueno, ¿porqué habríamos de arrepentirnos?

La religión ofrece al hombre un camino para redimirse, para liberarse del mal que le esclaviza.


Estamos heridos

Dios no quiere que los hombres sufran y mueran. Su idea original para el hombre era una vida en paz con Dios, con su entorno natural, y con sus semejantes; esto es lo que llamamos paraíso.

Sin embargo, vivimos sin esa armonía original con la naturaleza, con los demás, y en último término con Dios. Incluso con nosotros mismos. Estamos condicionados por el miedo y las pasiones.

La Sagrada Escritura explica mediante simbolismos que la armonía y el orden, se perdieron por un pecado original; y con él aparecieron la fatiga del trabajo, el sufrimiento, la mortalidad y la atracción del mal.

El pecado consiste en preferir un bien aparente al plan de Dios para nosotros. Y al rechazar el plan de Dios, se rechaza su amor, y a Dios mismo. Puede ser tanto más grave cuando más expresamente se desprecien sus mandamientos.

El pecado no es sólo un comportamiento incorrecto, o una debilidad psíquica. El pecado grave es la separación de Dios, y con ello, la separación de la fuente de la vida. Por eso, también la muerte es la consecuencia del pecado.

¿Y qué tenemos que ver nosotros con el pecado original? En efecto, en sentido propio, el pecado es personal. El término «pecado original» se refiere a un esatado, al hecho de que el hombre nace caído, herido, dividido: aspira a lo bueno, lo bello, lo verdadero y justo, pero le atraen los placeres de los sentidos, los bienes terrenos y a la afirmación de sí mismo.

Llevamos dentro de nosotros el veneno; no nos fiamos de Dios; sospechamos de Él, como si fuera un competidor que limita nuestra libertad; parece que sólo seremos plenamente humanos si somos capaces de llevarle la contraria. Pero entonces nos fiamos más de la mentira que de la verdad. Y cuando caemos en la cuenta, podemos arrepentirnos, o no.


Estamos heridos, pero no corrompidos, y salimos ganando

Aunque estamos heridos por el pecado original, no estamos determinados, como obligados a pecar. También nos ilusiona lo bueno, y tenemos la ayuda de Dios.

Con el pecado, hemos perdido la inocencia inicial del paraíso, pero también hemos recibido la posibilidad de participar de la vida y la felicidad divina, y esto no estaba preparado en el paraíso.

Es decir, la ganancia de haber sido redimidos es mayor que la pérdida sufrida por haber pecado, con la condición de que acojamos la redención de Jesucristo.

Dios quiere que optemos por la felicidad, por la alegría; que evitemos el mal y optemos por su plan para nosotros. Ha puesto en nuestro corazón un deseo tan profundo de felicidad que nadie lo puede saciar, salvo Él mismo. Y los Mandamientos y las bienaventuranzas describen el modo de alcanzar la felicidad.


¿Los mandamientos recortan la libertad?

Los mandamientos prohíben algunos comportamientos atractivos a primera vista, pero no son caprichosos. Son justos y sabios, porque obedecen a la naturaleza del hombre; señalan dónde está lo verdaderamente bueno, y enseñan a distinguirlo de lo que sólo es aparentemente bueno.

Los mandamientos son como el folleto de instrucciones de la persona humana, son la señalización del camino que conduce a la felicidad. Si uno quiere llegar al destino, las señales son una ayuda, no un impedimento.

En realidad, lo que recorta la libertad no es que haya mandamientos o señalización, sino la coacción externa y la esclavitud de los propios vicios; p.e. quien quiere estudiar y no lo consigue por falta de hábito, es esclavo de su pereza.

Nuestros actos equivocados nos llevan a padecer esclavitudes; los actos no quedan fuera de la persona. En realidad, nos modifican por dentro; el que roba a menudo se hace ladrón, el que bebe se vuelve alcohólico, el que no estudia se vuelve perezoso, el que no vive la castidad se vuelve egoísta, etc.


Sentido positivo y alegría

La Iglesia tiene una apreciación muy positiva de la persona humana, porque es la única criatura a la que Dios ha amado por sí mismo. Lo creó a su imagen y semejanza.

En Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, hay vida, alegría y comunión sin fin. Ser introducido allí será una felicidad ilimitada para nosotros, que hoy no podemos concebir.

Esta felicidad es un puro don de la gracia de Dios, porque noso­tros los hombres no podemos ni producirla por nosotros mismos, ni captarla en su grandeza.

Dios quiere que noso­tros optemos libremente por nuestra felicidad, que le elijamos a Él, hacer el bien y evitar el mal.

martes, 11 de febrero de 2014

Si Dios es un padre bueno y todopoderoso, ¿cómo es que hay inocentes que sufren?


Hay males físicos y males morales. Los males físicos obedecen a leyes naturales: catástrofes naturales, terremotos, tsunamis, las enfermedades y discapacidades, etc.

Dios no ha querido crear un mundo perfecto, sino que ha querido contar con nuestra colaboración para ir mejorándolo: ir venciendo las enfermedades, la incultura, las desigualdades, la violencia, la explotación de los débiles, etc. Ha querido asociarnos a su obra creadora.

Hay también males morales. Dios nos ha dejado libres, pues sólo el que es libre puede amar; pero también la libertad hace posible la existencia del mal. Dios respeta la libertad del hombre, y sus consecuencias.

El causante del mal moral es el hombre, cuya naturaleza está herida por el pecado. No es cierto que la persona sea naturalmente buena. A veces obramos mal –deliberadamente o no- y causamos un daño a otros. Es el “mal directo”.

El mal está causado por los malos comportamientos de hombres libres. Algunas malas conductas están tan arraigadas y generalizadas en una sociedad que los más débiles padecen por la suma de malas conductas; por ejemplo, sufren el paro, la guerra, el hambre, la ignorancia, la explotación de los niños o de la mujer. Podríamos llamarlo el “mal indirecto” o social.


¿Del sufrimiento puede derivarse un bien?

Del sufrimiento puede derivarse un bien: p.e. aprender que no podemos poner nuestra esperanza en la salud, que las cosas materiales son pasajeras, etc.

Dios no quiere el mal, pero éste no escapa a la providencia divina que lo conoce y lo rige. Orienta el mal a un bien mayor, aunque no siempre podamos señalar cuál sea ese bien. Ha preferido sacar bienes de los males, a no permitir la existencia de males en absoluto.

Es fácil entender que Dios puede permitir que un hombre malo padezca una pena, porque quizá el sufrimiento le haga reconsiderar su actitud y se arrepienta, y se subsane el desorden producido. Y aunque no se corrija, el castigo de la violación consciente de la ley de Dios, restituye la justicia. De manera que el sufrimiento del culpable puede tener un efecto educativo; y en cualquier caso, repara una injusticia.

En otros casos, el mal puede ser preventivo. En realidad, es un mal sólo aparente; por ejemplo:
- perder un trabajo puede evitar la corrupción en que se iba a caer, quizá abre nuevas posibilidades, etc.
- uno sufre un atropello injusto, o una enfermedad, pero su convalecencia sirve para unir su familia, o le sirve a él para reorientar su vida, etc.
- algunas personas reaccionan bien –por contraste- ante situaciones injustas, crueles, y se unen más a Dios y a los demás.

A veces se tarda tiempo en descubrir que un mal que yo padecí, en realidad fue muy relativo, y tal vez me vino bien.


¿Dios permite el sufrimiento de los inocentes?

Dios no quiere el sufrimiento de los inocentes; si lo permite será porque otros bienes mayores se pueden derivar de su sufrimiento. El niño inocente, aunque no haya pecado personalmente, está implicado –con Jesucristo- en la expiación del pecado original del hombre, y de todos los cometidos a través de la historia.

Jesucristo puede unir a su sacrificio a los niños inocentes que sufren y mueren, y premiarles con la vida eterna que supera infinitamente el sufrimiento en este mundo; es decir, puede unirles a su sufrimiento salvador.

Es decir, Dios puede permitir el sufrimiento de los inocentes:
  • porque de ese mal saca algún bien, sea en ellos, o sea en otras;
  • porque padecen un dolor temporal, que es muy pequeño en comparación con la felicidad de la gloria eterna;
  • porque les asocia a su Hijo Jesucristo, que siendo inocente quiso sufrir en la cruz, y con su sufrimiento repara todas las culpas; Dios no “consume vidas de hijos”, no es Saturno devorando a sus hijos, no se “alimenta” del dolor ajeno, sino que nos asocia a Sí mismo;
  • Jesucristo ha vencido a la muerte, que ya no es la destrucción total; el niño que muere de hambre no muere definitivamente, ni mucho menos.
En cualquier caso, es cierto que el sufrimiento de los inocentes sólo adquiere sentido si se cree en la vida eterna y en la justicia perfecta que allí se realizará. En este mundo no hay justicia completa.

En la Cruz, Jesucristo demostró que está siempre junto a los que sufren, y que Él mismo aceptó el sufrimiento. Podía haber esquivado la cruz, pero no lo hizo. Cristo crucificado es la prueba de la solidaridad de Dios con el que sufre.


No es lógico cuestionar la existencia de Dios porque exista el sufrimiento

Algunos increyentes objetan: ¿No debería un Dios bueno y omnipotente haber creado un mundo exento de mal? Si no podía, le falta poder. Si no lo ha querido, le falta bondad.

Se entiende que los increyentes duden de que Dios sea padre bueno y todopoderoso. Pero no es razonable negar una realidad compleja (la existencia de Dios) porque yo no logro entenderla: “Dios es cruel, luego Dios no existe”. Es como decir: ese hombre no me quiere, o no me gusta, luego no existe.

Negar la existencia de Dios porque existe el mal es actuar como un enfermo que muriese entre sufrimientos, negándose a tomar una medicina porque no comprende cómo esa medicina tan sencilla (la salvación de Cristo) puede curarle.

Parece más razonable intentar entender porqué actúa así Dios. Dios no permitiría el mal si no fuese a sacar un bien mayor.

La explicación cristiana del mal puede parecer difícil, pero las demás explicaciones (negar a Dios o presentar la vida como un absurdo, el hombre es un ser hecho para la aniquilación) nos encierran en un sinsentido aún más duro.

martes, 4 de febrero de 2014

¿Todas las opciones vitales son igualmente buenas, con tal de ser libres? ¿O unas resultan ser mejores que otras?



No todas las elecciones y opciones vitales producen los mismos frutos. Unas elecciones libres se demuestran erróneas al cabo del tiempo, y conducen a una esclavitud, una falta de libertad; otras opciones son correctas pero pobres, y no desarrollan toda la potencialidad de la persona; y otras elecciones son enriquecedoras. Hay que acertar...

Si la decisión va contra la naturaleza de las cosas, termina siendo una cárcel. Si es acorde con la verdad de las cosas, pero pobre, nuestro corazón permanece pequeño y quizá egoísta. En cambio, si es acorde con la verdad de las cosas y es enriquecedora, nuestro corazón se hace más grande y capaz de querer de una manera más generosa.

No cabe razonar así: a tí esa opción te parece mala, pero para mí es buena. Si es buena o mala, lo es para ambas. Otra cosa es que para una sea más correcta, aquí y ahora; pero las circunstancias no convierten en bueno lo que es malo, o viceversa.

Lo malo, hay que evitarlo siempre. En cambio, no está determinado que algo bueno lo sea siempre y en todos los casos; dependerá de las circunstancias, y hay que decidir prudentemente qué decisión tomar.

Pues bien, si entre todas las elecciones libres, resulta que unas se demuestran erróneas y otras correctas, esto quiere decir que no basta que una elección sea libre para que sea buena. Es necesario, además, que sea acorde con la verdad.


ES POSIBLE CONOCER LA VERDAD Y TOMAR DECISIONES PARA SIEMPRE

El relativismo sostiene que es imposible que cada uno conozca la verdad; sólo accede a una parte de la verdad. Sin embargo, todos sentimos la atracción de lo verdadero y auténtico.

¿Porqué a todos –creyentes o no creyentes- nos indigna la mentira? ¿Porqué a toda novia o esposa le subleva que su pareja le engañe?
¿Cómo es que todos estamos de acuerdo en qué es verdadero y qué no lo es? ¿Acaso tenemos todos una medida innata? Sí, la tenemos y se puede llamar “naturaleza humana”, o naturaleza común de las personas.

La mentalidad relativista es un modo de renunciar a indagar sobre el sentido de la vida, con la consiguiente restricción del horizonte vital. Es una postura práctica, que fácilmente toma cuerpo en la cultura. No es tanto un sistema filosófico coherente, sino un estilo de pensar en el que se evita hablar en términos de “verdadero o falso”, pues no se reconoce una validez objetiva a los juicios sobre aquello que trasciende (Dios, el alma, el amor) lo que cada uno puede ver y tocar.

Para el relativista, sólo podemos alcanzar certeza en el ámbito de las ciencias experimentales. El resto de las afirmaciones, pertenecen al ámbito privado, a los valores personales, a la opinión y al gusto; no se puede pretender comunicarlas a los demás como verdaderas. Quizá por eso cobran auge los sucedáneos de la fe racional, como el esoterismo y la mitología, o sea, formas de religiosidad no racionales, más cercanas a la magia.

Esta actitud intelectual, además, conlleva un modo de comportarse en la práctica: como no puedo conocer nada con certeza y de forma definitiva, tampoco puedo tomar decisiones para siempre (p.e. el matrimonio).


NADIE DA LO QUE NO TIENE

La verdad es atractiva por sí misma. Pero no siempre es evidente; por eso, es necesario buscarla y contemplarla, también con el estudio y con la formación.

Hemos de procurar que nuestras palabras sean verdaderas; que la apariencia que damos sea verdadera, que nuestros hechos sean acordes con nuestro ser humano.

El Papa emérito Benedicto XVI describía la actitud de algunas personas ante las verdades morales afirmadas por la Iglesia: «la Iglesia –se preguntan-, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?» (Deus charitas est, 3).

Y a continuación explicaba que las aparentes contradicciones entre verdad y libertad no se resuelven sólo gracias a la inteligencia, sino principalmente acogiendo el amor que Dios y los demás nos brindan, y correspondiendo con nuestro amor.

El amor a la verdad no se aprende en un ambiente de enfrentamiento y conflicto, de vencedores y vencidos; lo que mueve, ilumina, y prepara la inteligencia para la consideración de la verdad, es la amistad, la alegría, y la actitud de servicio.

Desde el nihilismo de Nietzsche, la confianza para dis­tinguir con claridad lo verdadero de lo falso y lo bueno de lo malo, ha decrecido de modo patente.

No se trata sólo de una actitud escéptica, fruto de una crítica aguda, ni una desconfianza provocada por la experiencia de lo voluble que es todo lo humano, sino mucho más: es una debilidad en el inicio del pensar, una indiferencia respecto a los criterios absolutos, que resta peso a la persona singular y a cada civilización.

Y eso es peligroso, porque donde falta el vigor intelec­tual y la toma de postura personal sobre lo falso y lo verdadero, aparece la falta de libertad, bien sea porque el poder civil o los mass media se imponen, o bien sea porque el individuo queda a mercer de sus propios caprichos.

La universidad –profesores y estudiantes- tiene aquí una gran respon­sabilidad; si en ella, que está esencialmente orientada al conocimiento, decae la confianza en lo verdadero y la fuerza para discernir lo correcto, ¿en qué otro lugar habrá de encontrarse entonces la verdad?

Si lo que enseñan los profesores no fuese ni verdadero ni falso, sino parcialmente ambiguo, ¿para qué estudiar?


LA ÉTICA Y LA PAZ SOCIAL

El relativismo lleva, pues, a una postura existencial: si no puedo llegar a ninguna conclusión cierta, al menos tratemos de establecer un camino –un método- que me permita alcanzar la mayor cantidad de satisfacción posible; una satisfacción que, por la misma dinámica de los hechos –contingentes y finitos–, será fragmentaria y limitada: una acumulación de experiencias, sensaciones, etc.

Para el relativista es importante evadir el problema de la verdad: cualquier opinión tiene cabida en la vida pública con tal de que no se presente con pretensiones de universalidad, como una explicación completa sobre el hombre y la sociedad.

Así, las verdades religiosas quedarían a merced de los gustos, de las tendencias, reducidas a cuestiones opinables dentro de un gran bazar de creencias, todas ellas carentes de racionalidad, porque no se pueden validar con la ciencia experimental.

De este modo, el relativismo pretende ser la justificación vital, no teórica, para evitar conflictos sociales. El pensamiento débil se ha alzado a sí mismo como el presupuesto necesario de la democracia: sostiene que en una sociedad cosmopolita en la que coexisten etnias, religiones y culturas diversas, defender la existencia de verdades comunes conduce al conflicto, y los convencidos de tales verdades son sospechosos de querer imponer –de modo fundamentalista, dicen– algo que no pasa de mera opinión.

Esto no es cierto. Hay que distinguir entre creencias religiosas (p.e. la Trinidad, la Eucaristía, que requieren fe) y verdades éticas, que se basan en la naturaleza común de las personas, creyentes o no. Por ejemplo, el matrimonio, la investigación con embriones, la adopción por parte de homosexuales, etc. no son temas religiosos, sino éticos. Y la ética debe orientar la legislación.

Paradójicamente, sucede lo contrario de lo que sostiene el relativismo. La falta de sensibilidad hacia la verdad, hacia la realidad de las cosas y el sentido de la vida, lleva consigo la deformación y la corrupción de la libertad. 

En todo caso, la acusación de generar conflictos mezcla dos planos: el de las convicciones personales, y el de su puesta en práctica en el campo político.

Estar persuadido de la verdad no implica imponerla a los demás. Es decir, el conflicto no se produce por el reconocimiento de verdades universales, sino por la falta de respeto a la libertad. 

Es más, la estima por las ideas contrarias, y por las personas que las pronuncian, no nace de la debilidad de las propias creencias; ocurre más bien lo contrario: el respeto hacia todos, aunque piensen distinto, se basa en una verdad universalmente aceptada, “no negociable”, que es la dignidad de cada ser humano.

Cuanto más convencidos estemos de esa verdad –que a los cristianos nos parece tan obvia–, más posible será que se garantice el respeto y la convivencia.

El éxito del relativismo es su postura práctica ante la vida, la excusa fácil que proporciona para vivir como uno desea, sin preguntarse por la autenticidad de su conducta. El gran defecto del relativismo –además de su incoherencia teórica- es que no coincide con el sentido común. Toda persona necesita conocer el sentido de su vida, y su destino.

Por eso, Jesucristo proclamó que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios” (Mt 4,4); el deseo natural de saber y el hambre de la palabra divina son inextinguibles.

lunes, 27 de enero de 2014

La unión de marido y mujer es tan íntima y total que requiere ser indisoluble y exclusiva



Así lo expresa la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II (n. 48):

Por el pacto conyugal, el hombre y la mujer ya no son dos, sino una sola carne; con la unión íntima de sus personas y de sus obras, se ofrecen mutuamente el amor, la ayuda y el servicio.

Esta íntima donación mutua de los esposos, y el bien de los hijos, exigen la fidelidad plena entre ellos, y que unión sea indisoluble.

Cristo, el Señor, bendijo abundantemente este amor que brota del mismo manantial del amor de Dios, y que se constituye según el modelo de su unión con la Iglesia.

Pues, así como Dios en otro tiempo buscó a su pueblo con un pacto de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio. Y permanece con ellos para que, así como Él amó a su Iglesia y se entregó por ella, del mismo modo, los esposos se amen con fidelidad y entrega mutua.

Como se ha dicho, el auténtico amor conyugal nace del amor divino, y se rige y enriquece por la redención de Cristo y por la acción salvadora de la Iglesia, para que los esposos se encaminen hacia Dios, y se vean ayudados en su papel de padres.

El sacramento del matrimonio robustece y consagra a los esposos cristianos para sus deberes. En virtud de la ayuda del sacramento, cumplen sus obligaciones conyugales y familiares, quedan imbuidos por el espíritu de Cristo, es decir, de fe, esperanza y caridad, y se van acercando hacia su perfección, y así contribuyen a la gloria de Dios.

De ahí que cuando los padres dan buen ejemplo y oran en familia, los hijos e incluso cuantos conviven en la misma casa, encuentran más fácilmente el camino de la bondad y de la santidad.

Los esposos, adornados con la dignidad de la paternidad y maternidad, habrán de cumplir entonces con diligencia su deber de educadores, sobre todo en el campo religioso, deber que les incumbe a ellos principalmente.

Los hijos contribuyen a su manera a la santificación de sus padres, pues, con su gratitud, con su amor y confianza, corresponderán a los beneficios recibidos y, como buenos hijos, asistirán a sus padres en las adversidades y en la soledad de la vejez.

San Pablo lo expone así:

Gran misterio es el matrimonio, y yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer reverencie al marido. (ref. Efesios 5)



lunes, 20 de enero de 2014

La envidia o el deseo de sobresalir



Es natural desear las cosas agradables que no tenemos. Estos deseos son buenos, siempre que sean moderados, y no nos empujen a codiciar injustamente lo que pertenece a otro.

Poseer bienes a los que otros no tienen alcance es una forma de sobresalir, sobre los demás. Otras formas de prevalecer sobre los demás son ostentar el poder, la capacidad de decidir, o contar con información que otros no tienen, etc.

Dado que el espíritu humano ha sido creado para la infinitud y la eternidad, no puede saciarse con los bienes temporales, ni con los placeres que éstos puedan reportar. Y esa permanente insatisfacción empuja a poseer nuevos bienes, a disfrutar nuevas satisfacciones, que tampoco colmarán el anhelo espiritual, pues materia y espíritu se mueven en planos distintos. Sólo Dios puede saciar la sed inmensa del hombre.

No es infrecuente, además, que para conseguir mayores riquezas y sobresalir sobre los demás, se cometa alguna injusticia contra los dueños, o contra otras personas que también aspiran a ellas.

Un ejemplo bíblico:   el rey David, por su condición de rey, podía hacerse acompañar por muchas doncellas que estaban a su servicio. Sin embargo, se encaprichó con la esposa de uno de sus generales. Cuando el profeta Natán quiso estimular su arrepentimiento, le contó al rey la parábola del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle su cordera.

Los comerciantes y empresarios no deben desear la escasez o la carestía de sus productos; deben aceptar de buen grado la competencia; no deben aprovecharse de la miseria para lucrarse, etc.

Igualmente, los médicos desean tener enfermos, y los abogados anhelan causas y procesos importantes y numerosos, pero ni unos ni otros pueden desear el mal de personas concretas, y han de compadecerse de quienes acuden a ellos.

Por otra parte, no es malo desear cosas que pertenecen al prójimo, siempre que sea por medios justos. Pero la envidia es dañina, porque procede del orgullo, del afán de prevalecer; porque enfrenta a unos contra otros, y lleva a la maledicencia, la calumnia, etc.

La envidia es la tristeza ante el bien del prójimo, y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Lo contrario de la envidia es la benevolencia, la alegría por el bien ajeno.

El deseo de riquezas para sobresalir, impide amar de verdad, porque se contemplan las cosas y las personas como otros tantos medios para triunfar.

El orgulloso busca el poder, mientras el humilde confía  en Dios y es capaz de amar, porque no pretende sólo su propio bien.

Algunas consideraciones sobre el mercado, los managers, y la deslocalización (Encíclica Caritas in veritate, (nn. 35-40)

Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales.

Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.

(…) se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.

No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos.

La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.

El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria.

La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía contemporánea.

Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales.

Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio.

En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución.

Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo.

miércoles, 15 de enero de 2014

El ineludible compromiso social del creyente



EL CARACTER COMUNITARIO DE LA VOCACIÓN

La persona necesita la vida social, y presenta una tendencia natural a asociarse para alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Ese asociacionismo desarrolla a la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad.

Es bueno, por eso, que cada uno participe de algún modo en asociaciones e instituciones de libre iniciativa, para fines económicos, culturales, recreativos, deportivos, profesionales o políticos, tanto nacionales como internacionales.

Por el contrario, una intervención excesiva y fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales.

La doctrina social ha asentado el principio de subsidiariedad, según el cual una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad. Dicho de otro modo, el órgano superior no debe hacer lo que puede desempeñar el inferior.

Dios ha dejado a cada criatura el ejercicio de las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Y este comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad, debe inspirar a los que gobiernan las comunidades humanas.

En algunos casos, las costumbres consolidadas, o las instituciones sociales injustas, inclinan al pecado a los individuos; es lo que conocemos como estructura de pecado. Puede tratarse de injusticias sociales, violencia sobre las personas, etc. En esos casos, la caridad empuja a promover reformas justas.


LA LIBRE PARTICIPACIÓN

Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse, porque la autoridad pública se funda en la naturaleza humana, y por ello pertenece al orden querido por Dios.

La diversidad de regímenes políticos y modos de ejercer la autoridad es legítima, con tal que promuevan el bien de la comunidad.

La autoridad se ejerce de manera legítima:
a) si busca la consecución del bien común de la sociedad, no los intereses de una parte;
b) si utiliza medios moralmente lícitos;
c) si garantiza a los ciudadanos un cierto ejercicio de la libertad.

El bien común comprende el conjunto de condiciones que permiten -a los grupos y a cada uno de sus miembros- conseguir más plena y fácilmente su propia perfección.

El bien común comporta tres elementos esenciales:
a) el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona;
b) la prosperidad, o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad;
c) la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.


IGUALDAD Y DIFERENCIAS ENTRE LOS HOMBRES

Creados a imagen de Dios, y dotados de un alma racional, todos los seres humanos poseen una misma naturaleza y una misma dignidad. La igualdad se deriva de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella.

Ciertamente hay diferencias entre las personas en sus capacidades físicas, en sus aptitudes intelectuales o morales, en las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, en la distribución de las riquezas, etc.

Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, pues quiere que quienes disponen de talentos particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan, y con frecuencia obligan, a las personas a ser magnánimas y generosas.

Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio, porque se oponen a la justicia social, a la dignidad de la persona humana, y también a la paz social e internacional.

El principio de solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana; se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo, en el que las tensiones encuentren más fácilmente una salida negociada.


EL COMPROMISO SOCIAL DEL CREYENTE

Como cualquier otro ciudadano, el creyente puede y debe participar en los colegios profesionales (médicos, farmacéuticos, de arquitectos, economistas, etc), partidos políticos y sindicatos, ONG’s, asociaciones ecologistas, agrupaciones artísticas y culturales, sociedades recreativas y deportivas, asociaciones de vecinos, etc. Desde esas instituciones se ordenan mejor esas realidades temporales hacia el bien común.

Cada persona –y concretamente el creyente- habrá de involucrarse en la medida de sus posibilidades, capacidades e intereses personales, etc., sin ignorar la responsabilidad que le corresponde en los temas más fundamentales: las leyes relativas a la educación, a la familia, y a la justa distribución de los bienes, la vivienda y el trabajo.

Es demagógico y falso el argumento de que el cristiano no debe tomar parte en las instituciones porque obedece a un modo de pensar no libre ni democrático, en definitiva, no laico.

Porque al Estado y sus instituciones no le corresponde la promoción del laicismo, pues supone una determinada toma de postura ideológica sobre la separación entre la religión y la sociedad civil. La Iglesia católica también promueve una separación entre Iglesia y Estado, pero no entre religión y sociedad.

El Estado, como tal, no es “deportista”, pero promueve el deporte, sobre todo aquellas modalidades que más arraigo tienen entres sus ciudadanos. De la misma manera, el Estado no es “artista”, pero impulsa la creación artística, sobre todo aquella más relacionada con su pueblo.

Lo mismo debe hacer con la religión. El Estado es aconfesional, peor puede favorecer que los ciudadanos practiquen la religión que deseen.

Los estudios sociológicos señalan que hoy los jóvenes son especialmente refractarios a pertenecer a instituciones; se adivina en esa actitud un cierto miedo a comprometerse establemente, a ser identificados, caracterizados, etc.

Pues bien, el miedo, sea del tipo que sea, nunca es buen consejero.