lunes, 27 de enero de 2014

La unión de marido y mujer es tan íntima y total que requiere ser indisoluble y exclusiva



Así lo expresa la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II (n. 48):

Por el pacto conyugal, el hombre y la mujer ya no son dos, sino una sola carne; con la unión íntima de sus personas y de sus obras, se ofrecen mutuamente el amor, la ayuda y el servicio.

Esta íntima donación mutua de los esposos, y el bien de los hijos, exigen la fidelidad plena entre ellos, y que unión sea indisoluble.

Cristo, el Señor, bendijo abundantemente este amor que brota del mismo manantial del amor de Dios, y que se constituye según el modelo de su unión con la Iglesia.

Pues, así como Dios en otro tiempo buscó a su pueblo con un pacto de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por el sacramento del matrimonio. Y permanece con ellos para que, así como Él amó a su Iglesia y se entregó por ella, del mismo modo, los esposos se amen con fidelidad y entrega mutua.

Como se ha dicho, el auténtico amor conyugal nace del amor divino, y se rige y enriquece por la redención de Cristo y por la acción salvadora de la Iglesia, para que los esposos se encaminen hacia Dios, y se vean ayudados en su papel de padres.

El sacramento del matrimonio robustece y consagra a los esposos cristianos para sus deberes. En virtud de la ayuda del sacramento, cumplen sus obligaciones conyugales y familiares, quedan imbuidos por el espíritu de Cristo, es decir, de fe, esperanza y caridad, y se van acercando hacia su perfección, y así contribuyen a la gloria de Dios.

De ahí que cuando los padres dan buen ejemplo y oran en familia, los hijos e incluso cuantos conviven en la misma casa, encuentran más fácilmente el camino de la bondad y de la santidad.

Los esposos, adornados con la dignidad de la paternidad y maternidad, habrán de cumplir entonces con diligencia su deber de educadores, sobre todo en el campo religioso, deber que les incumbe a ellos principalmente.

Los hijos contribuyen a su manera a la santificación de sus padres, pues, con su gratitud, con su amor y confianza, corresponderán a los beneficios recibidos y, como buenos hijos, asistirán a sus padres en las adversidades y en la soledad de la vejez.

San Pablo lo expone así:

Gran misterio es el matrimonio, y yo lo digo en relación a Cristo y a la Iglesia. Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella. Que cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer reverencie al marido. (ref. Efesios 5)



lunes, 20 de enero de 2014

La envidia o el deseo de sobresalir



Es natural desear las cosas agradables que no tenemos. Estos deseos son buenos, siempre que sean moderados, y no nos empujen a codiciar injustamente lo que pertenece a otro.

Poseer bienes a los que otros no tienen alcance es una forma de sobresalir, sobre los demás. Otras formas de prevalecer sobre los demás son ostentar el poder, la capacidad de decidir, o contar con información que otros no tienen, etc.

Dado que el espíritu humano ha sido creado para la infinitud y la eternidad, no puede saciarse con los bienes temporales, ni con los placeres que éstos puedan reportar. Y esa permanente insatisfacción empuja a poseer nuevos bienes, a disfrutar nuevas satisfacciones, que tampoco colmarán el anhelo espiritual, pues materia y espíritu se mueven en planos distintos. Sólo Dios puede saciar la sed inmensa del hombre.

No es infrecuente, además, que para conseguir mayores riquezas y sobresalir sobre los demás, se cometa alguna injusticia contra los dueños, o contra otras personas que también aspiran a ellas.

Un ejemplo bíblico:   el rey David, por su condición de rey, podía hacerse acompañar por muchas doncellas que estaban a su servicio. Sin embargo, se encaprichó con la esposa de uno de sus generales. Cuando el profeta Natán quiso estimular su arrepentimiento, le contó al rey la parábola del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle su cordera.

Los comerciantes y empresarios no deben desear la escasez o la carestía de sus productos; deben aceptar de buen grado la competencia; no deben aprovecharse de la miseria para lucrarse, etc.

Igualmente, los médicos desean tener enfermos, y los abogados anhelan causas y procesos importantes y numerosos, pero ni unos ni otros pueden desear el mal de personas concretas, y han de compadecerse de quienes acuden a ellos.

Por otra parte, no es malo desear cosas que pertenecen al prójimo, siempre que sea por medios justos. Pero la envidia es dañina, porque procede del orgullo, del afán de prevalecer; porque enfrenta a unos contra otros, y lleva a la maledicencia, la calumnia, etc.

La envidia es la tristeza ante el bien del prójimo, y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Lo contrario de la envidia es la benevolencia, la alegría por el bien ajeno.

El deseo de riquezas para sobresalir, impide amar de verdad, porque se contemplan las cosas y las personas como otros tantos medios para triunfar.

El orgulloso busca el poder, mientras el humilde confía  en Dios y es capaz de amar, porque no pretende sólo su propio bien.

Algunas consideraciones sobre el mercado, los managers, y la deslocalización (Encíclica Caritas in veritate, (nn. 35-40)

Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales.

Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado, no sólo porque está dentro de un contexto social y político más amplio, sino también por la trama de relaciones en que se desenvuelve.

(…) se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios.

No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos.

La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.

El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria.

La obtención de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias de la economía contemporánea.

Hace algún tiempo, tal vez se podía confiar primero a la economía la producción de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución. Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas siguen siendo sobre todo locales.

Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad de mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo por poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son menos las empresas que dependen de un único territorio.

En los últimos años se ha notado el crecimiento de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente por fondos anónimos que establecen su retribución.

Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo.

miércoles, 15 de enero de 2014

El ineludible compromiso social del creyente



EL CARACTER COMUNITARIO DE LA VOCACIÓN

La persona necesita la vida social, y presenta una tendencia natural a asociarse para alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Ese asociacionismo desarrolla a la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad.

Es bueno, por eso, que cada uno participe de algún modo en asociaciones e instituciones de libre iniciativa, para fines económicos, culturales, recreativos, deportivos, profesionales o políticos, tanto nacionales como internacionales.

Por el contrario, una intervención excesiva y fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales.

La doctrina social ha asentado el principio de subsidiariedad, según el cual una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad. Dicho de otro modo, el órgano superior no debe hacer lo que puede desempeñar el inferior.

Dios ha dejado a cada criatura el ejercicio de las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Y este comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad, debe inspirar a los que gobiernan las comunidades humanas.

En algunos casos, las costumbres consolidadas, o las instituciones sociales injustas, inclinan al pecado a los individuos; es lo que conocemos como estructura de pecado. Puede tratarse de injusticias sociales, violencia sobre las personas, etc. En esos casos, la caridad empuja a promover reformas justas.


LA LIBRE PARTICIPACIÓN

Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse, porque la autoridad pública se funda en la naturaleza humana, y por ello pertenece al orden querido por Dios.

La diversidad de regímenes políticos y modos de ejercer la autoridad es legítima, con tal que promuevan el bien de la comunidad.

La autoridad se ejerce de manera legítima:
a) si busca la consecución del bien común de la sociedad, no los intereses de una parte;
b) si utiliza medios moralmente lícitos;
c) si garantiza a los ciudadanos un cierto ejercicio de la libertad.

El bien común comprende el conjunto de condiciones que permiten -a los grupos y a cada uno de sus miembros- conseguir más plena y fácilmente su propia perfección.

El bien común comporta tres elementos esenciales:
a) el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona;
b) la prosperidad, o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad;
c) la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.


IGUALDAD Y DIFERENCIAS ENTRE LOS HOMBRES

Creados a imagen de Dios, y dotados de un alma racional, todos los seres humanos poseen una misma naturaleza y una misma dignidad. La igualdad se deriva de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella.

Ciertamente hay diferencias entre las personas en sus capacidades físicas, en sus aptitudes intelectuales o morales, en las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, en la distribución de las riquezas, etc.

Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, pues quiere que quienes disponen de talentos particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan, y con frecuencia obligan, a las personas a ser magnánimas y generosas.

Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio, porque se oponen a la justicia social, a la dignidad de la persona humana, y también a la paz social e internacional.

El principio de solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana; se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo, en el que las tensiones encuentren más fácilmente una salida negociada.


EL COMPROMISO SOCIAL DEL CREYENTE

Como cualquier otro ciudadano, el creyente puede y debe participar en los colegios profesionales (médicos, farmacéuticos, de arquitectos, economistas, etc), partidos políticos y sindicatos, ONG’s, asociaciones ecologistas, agrupaciones artísticas y culturales, sociedades recreativas y deportivas, asociaciones de vecinos, etc. Desde esas instituciones se ordenan mejor esas realidades temporales hacia el bien común.

Cada persona –y concretamente el creyente- habrá de involucrarse en la medida de sus posibilidades, capacidades e intereses personales, etc., sin ignorar la responsabilidad que le corresponde en los temas más fundamentales: las leyes relativas a la educación, a la familia, y a la justa distribución de los bienes, la vivienda y el trabajo.

Es demagógico y falso el argumento de que el cristiano no debe tomar parte en las instituciones porque obedece a un modo de pensar no libre ni democrático, en definitiva, no laico.

Porque al Estado y sus instituciones no le corresponde la promoción del laicismo, pues supone una determinada toma de postura ideológica sobre la separación entre la religión y la sociedad civil. La Iglesia católica también promueve una separación entre Iglesia y Estado, pero no entre religión y sociedad.

El Estado, como tal, no es “deportista”, pero promueve el deporte, sobre todo aquellas modalidades que más arraigo tienen entres sus ciudadanos. De la misma manera, el Estado no es “artista”, pero impulsa la creación artística, sobre todo aquella más relacionada con su pueblo.

Lo mismo debe hacer con la religión. El Estado es aconfesional, peor puede favorecer que los ciudadanos practiquen la religión que deseen.

Los estudios sociológicos señalan que hoy los jóvenes son especialmente refractarios a pertenecer a instituciones; se adivina en esa actitud un cierto miedo a comprometerse establemente, a ser identificados, caracterizados, etc.

Pues bien, el miedo, sea del tipo que sea, nunca es buen consejero.

martes, 7 de enero de 2014

¿Porqué decir la verdad nos libera de nuestras culpas? La conciencia y la ley de la naturaleza humana

¿Porqué decir la verdad nos libera de nuestras culpas? Porque todos los seres humanos tenemos conciencia; es decir, tenemos una impresión innata acerca de si un acto está bien o mal. Es una voz interior, personalísima, que debemos seguir siempre; es la única manera de actuar con rectitud.

La conciencia emite juicios sobre la moralidad de los actos concretos, y la tiene todo el mundo, aunque no haya sido educado moralmente.

Ahora bien, para emitir un juicio es preciso tener un criterio para discernir, o una medida para medir.

Las valoraciones son posibles si hay un criterio, o un patrón, o una medida:

-    Hacemos estimaciones físicas: por ejemplo, ¿cuánto mide esta vara? ¿Cuánto pesa una persona? ¿Cuántos años tiene? Tenemos la idea de metro, kilo, año.

-    También hacemos valoraciones de calidad: son menos objetivas, pero también comunes: ¿Quién es la más divertida contando chistes? ¿Quién es la más lista? ¿Quién es la más guapa? Responderíamos: Pues eso depende… no hay un tipo único de simpatía, inteligencia o belleza. Pero si hacemos una votación secreta, o un concurso, se descubre que hay bastante acuerdo entre todas.

Del mismo modo, hacemos valoraciones éticas: el criterio para decir si un acto es bueno es la ley de la naturaleza humana, lo que le hace feliz a la persona y lo que no. El autor de esa ley es Dios, que nos ha creado; es la lógica interna del hombre, su verdad.

Por eso se dice que la conciencia es el sagrario de la persona, allí donde Dios se hace presente en la persona. La conciencia descubre esa ley que nos viene dada, no la crea.

En resumen, la conciencia es como la vista:
-    es crucial para cada uno;
-    debe seguirse siempre; de lo contrario, te sales de la carretera;
-    pero puede equivocarse (por un efecto óptico), o necesitar corrección (gafas);
-    y sobre todo, sólo vemos si hay luz… (la luz es la ley de la naturaleza humana).


El pensamiento no cristiano desvincula la conciencia de la verdad de la persona, de su naturaleza. Afirma que la conciencia es autónoma, no ligada a la verdad, y cada uno crea su propia conciencia.

Ya que es imposible –dicen- que la ley moral defina todos los supuestos, ya que las personas y sus actos son personales, la ley sólo puede ser una orientación, no un criterio objetivo vinculante.

Para ellos, la conciencia es creativa, decide por sí misma si el acto es bueno, según quién actúe, las circunstancias, etc.

¿Qué evidencia tenemos de que existe la ley de la naturaleza humana?

Todos tenemos la experiencia de escuchar discusiones, como por ejemplo:

1.    ¿Qué te parecería si alguien te hiciera a ti algo así?
2.    Ese es mi asiento; yo llegué primero
3.    Déjale en paz; no te está haciendo ningún daño
4.    ¿Por qué vas a colarte antes que yo?
5.    Dame un trozo de tu naranja, que yo te di un trozo de la mía
6.    Vamos, lo prometiste.

Esas frases expresan valores que están en la conciencia, que señalo correlativamente:

1.    Tratar a otros como te gustaría ser tratado
2.    Sentido de la propiedad (asiento)
3.    No agredir al inocente
4.    La igualdad entre todos
5.    Correspondencia y equivalencia entre los favores
6.    Cumplir las promesas

Por su parte, el otro miembro de la conversación, el que ha actuado mal…

-    se escuda en alguna circunstancia que le da la razón o en alguna excusa, pero no dice “vete al diablo con tu modelo”;
-    los dos tienen en la cabeza un modelo, unas reglas del juego limpio, de la decencia, etc. Si no lo tuvieran, pelearían por lo que quieren, pero no discutirían sobre quién tiene razón; sencillamente, usarían la fuerza (sea fuerza física, o verbal, o de coacción mediante lobby, etc).

El arrepentimiento que sentimos después de un acto malo, ¿no será fruto de la educación?

Es cierto que hay diferencias entre las culturas y los modos de educar, pero hay más de común que de distinto entre las culturas.

Una moralidad verdaderamente diferente sería aquella en la que:

1.    se admirase al que huye en la batalla, o que un hombre se sintiera orgulloso de traicionar a quien ha sido generosa con él.

2.    se admirase más el egoísmo que la generosidad:     Los hombres han disentido sobre con quiénes hay que ser generoso –sólo con la propia familia, o con los compatriotas, o incluso con todo el mun¬do-. Pero el egoísmo de querer todo para mí, nunca ha sido admirado.

3.    Las culturas han disentido sobre si se deberían tener una o varias esposas. Pero siempre han estado de acuerdo en que no se debe tomar la del prójimo, ni la primera que se desee.

4.    Incluso quienes niegan que exista la naturaleza humana, se quejan si no les das lo que les habías prometido, o no se respetan las reglas con las que él gana, o lo que han ganado con su esfuerzo; dicen “no es justo”.

5.    Si un país quiere agredir a otro, puede argumentar que el tratado que quiere violar era injusto; pero si no creyese en la justicia, ¿para qué dar argumentos y explicaciones?

6.    Si no existe la ley, ¿porqué necesitas excusarte o justificarte, o dar razón de tu conducta?

7.    En consecuencia, hay bien y mal, y se puede llegar a conocer entre todos.

¿No estamos hablando de algo sólo instintivo?

Algunos sostienen que en realidad la persona no es libre, y por tanto no tiene responsabilidad moral. Lo que nos mueve son los impulsos, los instintos, como el amor maternal, o el patriotismo, o el amor por un chico y la atracción sexual, o el instinto de ayudar a alguien.

Sin embargo, no es lo mismo sentir un deseo innato de ayudar a alguien, que saber que debo ayudar a quien lo necesita, me apetezca o no.

Si oigo que alguien pide auxilio, siento dos instintos contradictorios: el de ayudar, y el de mi propia conservación (no meterme en líos). Entonces, entra en juego un tercer impulso, que decide entre los dos anteriores: vencer el miedo y arriesgarme, o lo contrario.
El tercer impulso que dirime la situación, no puede estar al mismo nivel de los dos primeros instintos contradictorios. Es de una naturaleza superior.

¿La ley de la naturaleza humana no será sólo una convención social?

Aunque la ley y la conciencia están innatamente en nosotros, podemos educarlas, formarlas. No todo lo aprendido es una convención humana; aprendemos convenciones (p.e. la ley de la circulación) y también aprendemos verdades (p.e. que 12 y 13 son 25).

La ley de la naturaleza humana no es una convención, sino una verdad. Es común a la mayoría de los hombres y las culturas. Y las pequeñas diferencia entre culturas hacen que unas sean mejores que otras, más justas.

Unas culturas se acercan más a lo que todos consideramos justo o bueno. De lo contrario, la moral cristiana y la nazi, la salvaje o la democrática, serían igualmente válidas.

Conciencia, libertad autónoma y madurez

La madurez y responsabilidad no se demuestra por la “liberación de la conciencia”, o la autonomía de la conciencia”, sino por su acierto con la verdad.
•    El que acierta con el bien, se libera cada vez más.
•    El que yerra, se va haciendo esclavo (el alumno vago que no baja a clase, el esposo infiel pierdes su familia, el drogadicto pierde su libertad)

La madurez consiste en la estabilidad de ánimo, en la capacidad de tomar las propias decisiones, y en el juicio recto sobre los acontecimientos y las personas.

Cuanto más conocimiento ético, más libre se es. En cambio, la ignorancia es una forma de esclavitud. Por ejemplo, a la hora de votar, ¿quién es más libre para votar, quien tiene información o quien no? Al drogarse, ¿quién es más libre, quien conoce las consecuencias o quien no? Ante un posible aborto, ¿quién es más libre, quien sabe en qué consiste o quien no, la chica que es llevada por sus padres a la clínica o quien decide ella?

Formación de la conciencia

De manera innata, tenemos los primeros principios morales (por ejemplo, haz el bien y evita el mal, el decálogo, etc.). Además, la conciencia se va formando con las experiencias propias y ajenas, con el estudio de la ciencia moral, por ejemplo, de la justicia social o de la bioética, etc.

Aunque no la conciencia no crea las normas, sí es creativa en la búsqueda, en indagar las razones de porqué algo es malo, etc.

La conciencia se puede equivocar,
a) porque la inteligencia es falible (al apreciar mal las circunstancias del caso), y
b) por el influjo de las pasiones y la voluntad: “si no vivimos como pensamos, terminamos pensando como vivimos”.

La conciencia se forma (no se crea) mediante la educación, mediante los consejos de personas prudentes, cuidando las lecturas, etc. El gusto por el bien se cultiva, igual que se cultiva la buena educación, o el gusto estético o artístico.

La educación preserva o sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, enseña a amar, a superar la comodidad o el capricho.