martes, 25 de marzo de 2014

¿Confesarse en cuaresma? Fomentar el arrepentimiento, ¿no es tanto como procurar que la gente permanezca inmadura?



¿La Iglesia quiere que tengamos un sentimiento de culpa permanente, para que dependamos de los sacerdotes?
 
El sentimiento de culpa y la inmadurez

El sentimiento de culpa es negativo porque hace sufrir, y surge cuando se toma conciencia de haber realizado una acción que la razón juzga mala, o cuando se ha omitido una acción buena que se percibe como obligatoria.

Este sentimiento negativo tiene un aspecto positivo: ayudar a distinguir entre el mal y el bien, e impulsar a hacer el bien. Dado que no podemos evitar totalmente hacer el mal, si reconocemos el mal cometido, el sentimiento de culpa facilita el arrepentimiento, que lleva al propósito de cambiar y actuar mejor en el futuro. Además, mejorar como persona lleva a la autoestima.

Aceptar los propios errores es un signo de madurez psicológica, pues se asocia a la tolerancia a la frustración, y al control del miedo a sufrir; en este caso, a sufrir el sentimiento de culpa. Éste nos permite juzgar con veracidad, y no por interés personal.

En cambio, las personas inmaduras tienden a no reconocer las culpas para no empeorar su situación emocional negativa, lo que les lleva a dar por buena su mala conducta, o a buscar excusas para no responsabilizarse de ellas, alegando que ignoraban que fuese malas, o proyectando su culpa en los demás (en el mal ejemplo, el mal consejo, o la mala influencia de otros), o, finalmente, a echar la culpa a las circunstancias.

Al rechazar su culpa, esas personas desaprovechan el beneficio que podría venirles del impulso positivo que el arrepentimiento trae consigo.

Otra razón por la que no reconocen su culpa es el deseo de no sentirse ellos mismos como fracasados, inútiles o malos. Por eso, acostumbran a emitir juicios generales sobre su personalidad moral, en vez de juzgar la moralidad de sus acciones concretas.

Esta actitud de poner a prueba el valor de toda su persona en cada acción concreta, hace que sus juicios sean excesivos. Equivocadamente, tratan de ser perfectos, para no fallar nunca ni en nada, y así no perder todo el valor positivo como persona por unos errores concretos.

Pero, como no pueden ser infalibles y cometen errores, arreglan las cosas rechazando su responsabilidad, pues, de lo contrario, se sentirían, además de culpables, inferiores, fracasados, inútiles o malos. El remedio, como es obvio, consiste en juzgar los actos concretos, no actitudes generales.


Si no podemos evitar totalmente del pecado, ¿cómo podemos ser felices?

El mal y el bien coexisten en el mundo –y en el interior de cada uno- y es importante aprender a convivir con la presencia del mal, y de hacerlo con paz.

El mal existe por varias razones que ya hemos comentado en otras ocasiones:
a) de una parte, la imperfección natural del ser humano, que, para aprender a hacer el bien, muchas veces experimenta con el mal; así pues, el mal, el error, el fallo son etapas necesarias del mejoramiento personal y del mundo;
b) de otra parte, hay males causados por el personas malas que obran mal a sabiendas.

Dios sólo desea nuestro bien y sus preceptos pretenden guiarnos. Desobedecer sus mandatos es ir contra nuestra verdad como hombres, causarnos daño a nosotros mismos. El pecado no se queda en algo periférico; cambia al que lo realiza, por dentro; deforma nuestra naturaleza.

Todo pecado rompe el equilibrio, y genera en el alma un desorden entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Se encuentran debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí:
a) a la mente le resulta arduo distinguir lo verdadero de lo falso;
b) la voluntad tiene dificultad para elegir el bien, y se siente atraída por la autoafirmación y el placer;
c) nuestros afectos y deseos tienden a centrarse egoístamente en nosotros mismos.

Ante el pecado, caben dos actitudes: afincarse en él, o arrepentirse, pedir perdón y ofrecer perdón a quien nos ofende.

Cuando uno se empeña en ignorar el pecado, acaba sucediendo lo mismo que cuando la basura se acumula dentro de casa y no se echa fuera. Al principio esa dejadez parece más cómoda, pero acaba por convertir la vida en algo muy desagradable.

Cada ocasión de pecar, es también una oportunidad de elegir la verdad. Lo que nos hace felices es rechazar el engaño, bien sea porque se opta por lo bueno, bien sea porque uno reconoce que ha optado por lo malo, y vuelve a la verdad.

El perdón de los pecados fue una innovación audaz de la fe cristiana. Fue un mandato del propio Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los apóstoles el poder para perdonar los pecados: “a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 23).

La Iglesia busca reconciliar al hombre con Dios, con los otros hombres, y con toda la creación. Y una de las maneras que tiene de hacerlo es recordarle la realidad del pecado, porque esa reconciliación es imposible si se ignora voluntariamente el mal que origina la división y la ruptura.

El pecado es una parte esencial de la verdad acerca del hombre. Cuando hace el mal, abre con ello una doble herida: en él mismo y en sus relaciones con su familia, amigos, vecinos, colegas, e incluso con los desconocidos.

Llamar por su nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la conversión, el perdón, la reconciliación, la reconstrucción de cada hombre y de toda la humanidad. Tomarse en serio el pecado es tomarse en serio la libertad humana.

Para ser felices, es preciso aceptar los propios errores, pedir perdón, y ofrecer nuestro perdón a los demás.

martes, 18 de marzo de 2014

¿Cómo se entiende el celibato de hombres y mujeres laicos? ¿Y el de los sacerdotes?



¿No sería preferible que los sacerdotes pudiesen casarse? Así habría menos riesgo de pederastia, y podrían aconsejar mejor a los casados.

En la iglesia católica latina todos los sacerdotes y obispos han de ser célibes. En la iglesia católica oriental pueden ser ordenados algunos hombres casados, pero no pueden casarse los que ya están ordenados. Y los obispos se eligen entre los sacerdotes célibes.

En la iglesia católica latina pueden ser aceptados como sacerdotes algunos conversos que antes eran sacerdotes casados, de la iglesia anglicana u ortodoxa.

Las razones –unas teológicas, y otras de conveniencia- para exigir el celibato a todos los sacerdotes de la iglesia católica latina, son las siguientes:

Jesucristo quiso ser célibe. Lo habitual entre los rabinos, fariseos y sacerdotes del pueblo de Israel era que se casasen. También había algunos pocos ejemplos de personas que elegían la virginidad, como los esenios, o Juan Bautista, o alguno de los antiguos profetas, como Jeremías. Pero lo normal era que los hombres dedicados a Dios se casasen. Sin embargo, Jesucristo optó por ser célibe.

Parece claro que el sacerdote célibe ha de entregar toda su capacidad de querer a Dios y a los demás. El célibe no es una persona que no sabe querer; lo que ocurre es que no necesita especificar en una sola persona (la esposa) su amor, sino que se dedica a todas las almas, por Dios.

Y además, hay razones de conveniencia: el sacerdote célibe puede dedicar su tiempo a formarse, a estudiar; y está más disponible para atender a quien lo necesite, para dedicar todo su tiempo a la administración de sacramentos, a la predicación, a la asistencia al necesitado, etc. Y además, puede cambiar de lugar de residencia, si las necesidades pastorales lo reclaman.

En cambio, algunos presbíteros casados de otras iglesias apenas pueden dedicar tiempo a su propia formación, al estudio de la teología, etc.

En definitiva, las razones son: imitar a Jesucristo, dedicar a Dios y a los demás todo el corazón, disponer de cabeza y de tiempo para las necesidades pastorales, libertad de condicionamientos para traslados, etc.


¿Cómo se entiende el celibato de hombres y mujeres laicos, sin ser religiosos?

Los textos del Nuevo Testamento en los que se habla del celibato, y en los que aparece recomendado, son fundamental­mente dos:

a) El pasaje del Evangelio según san Mateo en el que Jesucristo alaba a los que han decidido no contraer matrimonio "por el Reino de los cielos" (Mt 19, 12);

b) Y el texto de la Pri­mera Carta a los Corintios en el que san Pablo habla del celibato y del matrimonio como dones o vocaciones divinas, seña­lando a la vez la excelencia de la primera (1 Co 7, 3-7, 25-35).

Ya desde la misma época apostólica hubo cristianos, hombres y mujeres, que asumieron el compromiso del celibato; los varones so­lían ser designados como ascetas; las mujeres, como vírgenes. Entre estas últimas -más numerosas- se llegó en algunos casos a consagrarlas, pero no faltaron mujeres que asumían el celibato sin variar su condición secular.

Quienes siguen ese camino vocacional no son personas que no com­prenden o no aprecian el amor; al contrario, su vida se explica por ese Amor divino.

Quien es llamado por Dios al celibato es alguien que sabe amar, y porque sabe, puede entender dedicar toda la vida a Cristo y a las almas. El celibato, en palabras del papa Benedicto XVI, no pue­de significar «quedarse privados de amor, sino que debe significar dejarse tomar por la pasión por Dios».

El celibato no es la consecuencia de ser incapaz para la vida afectiva. El cristiano célibe debe tener corazón, y mucho, para querer a un gran número de personas, sin necesitar un afecto sensible.

Hay una tendencia a unir el celibato sólo a la condición sacerdotal o a la vida religiosa. Sin embargo, el celibato no implica renunciar a la vida en la calle, a las actividades seculares. Al contrario, ser célibe y laico al mismo tiempo, supone afirmar el valor santificador de las cosas seculares.

Por lo tanto, el celibato propicia dedicar todo el corazón y la cabeza a la misión evangelizadora; además, facilita estar disponible (con tiempo, con posibilidades de movimiento) para la difusión de la san­tidad y al apostolado. El celibato en el Opus Dei es secular y laical, porque es asumido para la personal santificación en medio del mundo y al servicio de una misión apostólica.

Así pues, el celibato obedece a una razón de amor, de entregar el cuerpo y el alma completamente a Dios y a los demás.

Los primeros cristianos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban la santidad por el hecho, sencillo y sublime de haber sido bautizados. Se distinguían de los demás ciudadanos por sus costumbres, más limpias, pero no por lo demás.

martes, 11 de marzo de 2014

¿Se puede permanecer imparcial ante una madre? Nuestra actitud con la Iglesia es la de hijos, no de jueces


Cuando estaba próximo a marcharse junto al Padre, sabiendo que siempre andaríamos necesitados de Él, Jesucristo dispuso los medios para que, en cualquier tiempo y lugar, pudiéramos recibir la riqueza de la Redención: fundó la Iglesia, bien visible y localizable.

Estar en la Iglesia es estar con Jesús, pertenecer a esa sociedad es ser miembro de su Cuerpo. Sólo en ella encontramos a Cristo, al mismo Cristo.

Quienes pretenden ir a Cristo dejando a un lado a su Iglesia, o incluso maltratándola, podrían un día llevarse la misma sorpresa de San Pablo en el camino de Damasco: Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hech 9, 5).
Y «no dice: ¿por qué persigues a mis miembros?, sino ¿por qué me persigues?, porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la Iglesia» (san Beda, Comentario a los Hechos de los Apóstoles).
Pablo no supo hasta ese momento que perseguir a la Iglesia era perseguir al mismo Jesús. Más tarde, cuando hable sobre Ella, lo hará describiéndola como el Cuerpo de Cristo, o simplemente como Cristo; y a los fieles como sus miembros.

No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin amar, seguir o escuchar a la Iglesia. En Ella vemos a Jesús, a quien las multitudes querían tocar porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. 
Y pertenece a la Iglesia quien a través de su doctrina, de sus sacramentos y de su régimen, se vincula a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey. Con la Iglesia, en cierto modo, mantenemos las mismas relaciones que con el Señor: fe, esperanza y caridad.

En primer lugar fe, que significa creer lo que en tantas ocasiones no es evidente. También los contemporáneos de Jesús veían a un hombre que trabajaba, se fatigaba, necesitaba de alimento, sentía dolor, frío, miedo..., pero aquel Hombre era Dios. En la Iglesia conocemos a gentes santas, que muchas veces pasan en la oscuridad de una vida corriente…

Nuestra actitud ante la Iglesia ha de ser también de esperanza. Cristo mismo aseguró: Sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18). Será siempre la roca firme donde buscar seguridad ante los bandazos que va dando el mundo.

Y si a Dios le debemos caridad, amor, éste debe ser nuestro mismo sentir ante nuestra Madre la Iglesia, pues «no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre» (san Cipriano, Sobre la unidad, 6, 8). Es la madre que nos comunica la vida: y a una madre se la quiere: por eso nos duelen las heridas que le producen los de fuera y los de dentro.

¿Cómo hablar de la Iglesia con frialdad, con dureza o con desgarro? ¿Cómo se puede permanecer «imparcial» ante una madre? No lo somos, ni queremos serlo. Lo suyo es lo nuestro, y aunque no ignoramos ni escondemos las deficiencias, adoptamos la postura de un hijo en relación a su madre.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Dios sigue creando el mundo, y lo mantiene en su evolución, para comunicar su gloria y amor


El universo ha sido creado por Dios, para comunicar su amor a las criaturas espirituales, y manifestar a través de lo creado su grandeza y perfección. El ser humano existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó, y lo conserva.

Las cosas creadas manifiestan la gloria y el poder de Dios obedeciendo unas leyes físicas. En cambio, las personas respondemos libremente con nuestro amor.

La teoría de la evolución, y cualquier otra explicación científica que describa cómo ha evolucionado el mundo material, puede ser compatible con la doctrina cristiana sobre la creación por parte de Dios, si queda claro que:
-          la creación fue -y sigue siendo- un acto libre de Dios;
-          creó a partir de la nada material;
-          la creación tuvo un comienzo en el tiempo;
-          el hombre tiene un alma espiritual, con inteligencia y voluntad, infundida por Dios.

La naturaleza de la persona humana misma revela que procede de Dios y se encamina hacia Él. Por ejemplo,
-          el ser humano desea la infinitud y eternidad, perdurar en sus obras y en las personas queridas;
-          es naturalmente religioso; el hecho religioso es universal; el ateísmo no se ha dado hasta hace tres siglos, y sólo en la cultura occidental;
-          es creador; tiene un sentido estético, una capacidad artística; además, siente la necesidad de investigar lo desconocido, de dominarlo todo.