lunes, 25 de noviembre de 2013

Pistas para creer en Dios (IV): la inteligencia humana y el alma

¿Qué es la inteligencia humana? Se suele decir que los perros y los delfines son inteligentes... Unas gallinas debidamente adiestradas picarán en el botón adecuado para conseguir comida. ¿Es eso inteligencia?

Cuando se habla de la inteligencia humana, se le suele añadir inteligencia simbólica; podemos reconocer símbolos, como una bandera, y asociarles valores abstractos (p.e. nuestra historia y valores).

Podemos descubrir las causas, inferir los porqués. Podemos abstraer conceptos; sabemos lo que significa la palabra justicia, somos capaces de imaginar un mundo en el que impere esa justicia, aunque jamás hayamos tenido esa experiencia. Podemos imaginar un mundo en el que reine la verdad, el bien y la belleza. Aún más; podemos pensar qué estrategias, qué cadenas de causas y efectos podríamos idear para que el mundo de nuestra experiencia se parezca cada vez más al que considerásemos ideal.

Podemos evaluar las probabilidades de éxito de esas estrategias, seguir su progreso, estimar su equilibrio coste-beneficio y determinar qué estaríamos dispuestos a sacrificar por lograr nuestros anhelos. Cada minuto de nuestra vida hacemos este tipo de juicios de valor. Pues bien, eso es la inteligencia.

Ningún animal es capaz de algo semejante, aunque algunos simios tienen un cerebro que es el 20% del humano, en términos relativos. No es una cuestión de grado; es una diferencia cualitativa. Los animales no pueden imaginar una experiencia que no hayan tenido. Cuando aprenden, solo anticipan una relación causa-efecto que han vivido antes en muchas ocasiones. Los chimpancés nunca urdirán un plan para hacerse con el poder del circo. En cambio, la historia de la humanidad es la historia de la concatenación de planes para conseguir objetivos que, equivocada o acertadamente, consideramos que harán el mundo mejor, al menos para nosotros. Es esta capacidad la que nos hace libres y, por eso mismo, responsables. Eso es la inteligencia.

Esto es exclusivo del ser humano. Nuestro cuerpo se ha formado a través de la evolución; nuestra inteligencia no.

El Homo Habilis adquirió la capacidad para la elaboración de instrumentos de piedra. Pero esta habilidad no era producto de la inteligencia, sino puramente instintiva, basada en los genes, como puede ser la asombrosa capacidad de las abejas para construir panales con celdas de forma hexagonal -la forma más ahorrativa de hacer celdas-. Una habilidad instintiva se distingue de una de la inteligencia por su velocidad de cambio. Las habilidades instintivas no cambian más que cuando cambia la genética de la especie. Las de la inteligencia, en cambio, lo ha¬cen a una velocidad mucho mayor que la de la evolución de la especie, pues nacen del ingenio de cada individuo y se propagan de unos individuos a otros.

El Australopitecus dio paso al género Homo. El Homo Erectus pasó a caminar erguido. El Homo Sapiens apareció hace 300.000 años, y era anatómicamente como nosotros pero los signos de inteligencia simbólica aparecen hace 50.000 años.

Hay tres rasgos que evidencian la inteligencia simbólica; los enterramientos rituales, la producción de objetos «inútiles» y el arte.

Los enterramientos rituales se distinguen de los otros por la postura de los cadáveres, por los objetos que pudiesen ser de utilidad para el difunto en otra vida, y objetos que no tienen una utilidad práctica: adornos, pendientes, brazaletes; aparecen diferencias entre la suntuosidad de unos enterramientos y otros, lo que evidencia una organización social. Por último, apareció el arte, en forma de pintura, escultura y música (huesos tallados a modo de flautas).

Si la inteligencia fuese un fenómeno únicamente físico, fruto de la evolución y del tamaño del cerebro, cabría esperar que el hombre tuviese muchos más genes que cualquier otra especie, para codificar genéticamente esa gran capacidad del cerebro. Pues no es así; sólo tenemos unos 31.000, sólo unos 300 más que un ratón.

¿Qué es más sencillo de creer: la acción guiada del Diseñador, o múltiples cambios genéticos combinados al azar con adaptaciones evolutivas?

Pistas para creer en Dios (III): el planeta Tierra y la vida en él

La Tierra es un planeta totalmente especial. Para nacer, la vida necesita una atmósfera, agua líquida en abundancia y carbono sólido, lí¬quido y gaseoso. Y para sobrevivir necesita estar protegida de tres enemigos: La lluvia de asteroides, los cambios climáticos y las radiaciones cósmicas.

a) Para tener una atmósfera un planeta debe guardar un equilibrio entre su tamaño, el de la estrella anfitriona y la distancia entre ambos (somos el tercer planeta).
b) Para proteger a la vida de la lluvia de asteroides se necesitan varios escudos. Uno de ellos es un gran satélite. Otro, tener dos planetas de tamaño parecido y relativamente próximos, uno más cercano y otro más lejano a su estrella (Venus y Marte). Otro, tener varios planetas gigantes en una órbita más externa y suficientemente alejada como para no sufrir su gravitación (Júpiter y Saturno).
c) Para librarse de los cambios climáticos nece¬sita una órbita casi circular, un eje de rotación es¬table y casi perpendicular al plano de su órbita y un «día» muy corto en relación a su «año». La tercera condición es prácticamente imposible para un planeta cercano a su estrella, a menos que tenga un gran satélite.
d) Librarse de las radiaciones cósmicas es más complicado. En primer lugar tiene que encontrarse lejos de las principales fuentes de radiación. Es de¬cir, lejos del centro de la galaxia -pero no muy cerca del borde, de donde podría arrancarnos otra gala¬xia-, fuera de los brazos espirales y de los lugares donde se están formando estrellas. Es decir, lejos de donde están la inmensa mayoría de las estrellas. Pero esto no basta para conseguir la protección ne¬cesaria. Debe estar dentro de la onda de choque de una antigua explosión de supernova, es decir, como en un capullo. Pero lo que no puede evitar es tener que estar cerca de su estrella madre para aprovechar su calor. Y ella sola, con sus rayos cósmicos -electro¬nes lanzados a gran velocidad- bastaría para acabar con su hija. Para protegerse, solo hay una posibilidad: un fuerte campo magnético.

¿Son estas características corrientes en los siste¬mas planetarios? Hasta ahora, en todos los sistemas planetarios que se conocen, hay un planeta gigante en el lugar que debería ocupar un planeta que aspi¬rase a tener vida.

Todo nos sugiere otra vez la palabra «diseño».

¿Cómo pudo aparecer la vida?

La vida se define por tres propie¬dades: es independiente, es capaz de administrar mediante reaccio¬nes metabólicas la energía que utiliza, y es capaz de autorreplicarse, guardando la información de una generación a otra.

En 1952, Stanley Miller puso dentro de una burbuja de vidrio los gases que podrían formar la atmósfera de la Tierra hace 4.500 millones de años. Los calentó y simuló con descargas eléctricas las tormentas de la Tierra recién nacida. El resultado fue una especie de alquitrán o barro que, analizado, resultó contener ciertos «ladrillos» de la vida. Se sabe que la vida más elemental sería una bacteria constituida por dos tipos de «ladri¬llos»: aminoácidos (A) y nucleótidos (N), unidos en larguísimas cadenas de, respectivamente, proteínas y ácidos nucleicos, como el ADN o el ARN.

Pues bien, en el experimento de Miller y muchos otros sólo se han encontrados «ladrillos» A -jamás N- y aquellos, mucho más pequeños que los que constituyen la vida. Además, siempre aparecen suel¬tos, sin formar jamás ni siquiera una corta cadena, aunque sea de dos eslabones.

Se piensa que en algún tipo de «burbuja» natural (volcán marino o en una glaciación) pudieron reunirse aminoácidos y nucleótidos, dentro de una menbrana, e iniciar una reacción metabólica sim¬ple, y lograr milagrosamente que la vida perdurase. De nuevo aquí aparece el Diseñador, tras 10.000 millones de años, actuando como acostumbra: hacer que ocurra aquello que sus leyes permiten, pero que dejadas solas seria ínfi¬mamente improbable.

De ahí en adelante, la teoría de la evolución, que es compatible con la fe, podría dar razón de la increíble diversificación de las especies.

Pistas para creer en Dios (II): Nuestra galaxia

El Big Bang –que es una teoría compatible con la fe-, tuvo lugar hace 15.000 millones de años. Inme¬diatamente después, el universo era como un magma, una “sopa” de partículas y radia¬ción, que se expan¬día a gran velocidad y al mismo tiempo se enfriaba. Al enfriarse, las partículas se agruparon formando átomos de hidrógeno, y el universo se hizo transparente.

Las masas vaporosas de hidrógeno se fueron condensando más y más, en contra de la fuerza electrostática que los repelía. Y cuando la presión fue mayor que la repulsión, dos átomos de hidrógeno se fusionaron para formar uno de helio, y así nació la pri¬mera estrella, el universo se fue llenando de luminarias y, al ser transparente, la luz empezó a iluminarlo de un extremo a otro. Aún hoy siguen formándose estrellas.

No todas las estrellas eran de tamaño similar, pero to¬das tenían una cosa en común: estaban hechas de hidrógeno; convirtiendo el hidrógeno en helio generan su energía y su brillo. Las de tamaño medio «queman» el hidró¬geno a un ritmo lento, y llegan a vivir miles de millones de años.

Las estrellas gigantescas, en cambio, despilfarran su caudal a un ritmo frenético y sólo duran cientos de millones de años. Cuando gastan su hidrógeno, empiezan a «quemar» helio, generando elementos más pesados. Y cuando gasta éste, «quema» esos elementos más pesados, generando otros más pe¬sados aún.

Las estrellas medianas sólo generan elementos pesados hasta el hierro, y luego se apagan. Las estrellas gigantes, cuando se les acaba el combustible, se derrumban sobre sí mis¬mas en un cataclismo cósmico. La energía de su hundimiento genera todos los elementos más pesados que el hierro. Y al derrumbarse, parte del material que han generado sale catapul¬tado hacia el espacio. Lo que queda es una estrella de neutrones o un agujero negro, según el tamaño de la estrella original. Es lo que se llama una ex¬plosión de supernova.

Así, pululan por el universo, todos los elementos que conocemos. Es como si el cosmos hubiese sido inseminado. Solo falta una matriz que acoja esa semilla y quede “fecundada”. Ya que el proceso de creación de estrellas continúa to¬davía, las estrellas que se forman después de la muerte de las primeras supernovas incorporan en su material externo todos esos elementos. Son es¬trellas de segunda generación. En algunas de ellas se forma un disco a su alrededor del que pueden nacer planetas.

El Sol es una de esas estrellas de segunda generación, con planetas. Nació hace unos 5.000 mi¬llones de años y, al ser pequeña, durará todavía bastantes miles de millones más. Alrededor de ella hay planetas con todos los ingredientes y, en uno de ellos, hace unos 4.000 millones de años, apareció la vida. Pero, para que aparezca la vida, no basta con que haya planetas alrededor de una estrella de segunda ge¬neración. Son necesarios muchos requisitos que iremos analizando.


La Vía Láctea, nuestro extraordinario hogar

Nuestro sistema solar está dentro de la galaxia de la Vía Láctea. La misma Vía Láctea que vemos en el cielo como una mancha lechosa que lo cruza de un lado a otro. La vemos así porque la vemos desde dentro. Si la viésemos desde fuera y desde lejos, veríamos una bola central enor¬memente brillante, llena de miles de millones de estrellas, rodeado de un disco plano, con unos brazos espirales que se extienden hacia fuera. Es una galaxia espiral, que son las menos frecuentes.

Hay otros dos tipos de galaxias: elípticas e irregulares. Ni unas ni otras de estas pueden generar las condiciones para la vida. Las órbitas de sus estrellas son tan caóticas que, si tuviesen planetas, serían arrancados de ellas.

Nuestra Vía Láctea es de las galaxias más grandes que existen. En las galaxias peque¬ñas y medianas, no se podrían haber producido suficientes explosiones de supernovas como para ge¬nerar los materiales necesarios para que aparezca la vida.

Pero estas galaxias espirales gigantes tie¬nen un grave peligro: Alojan en su núcleo un in¬menso agujero negro que devora toda la materia que se le acerca, generando un infierno de radia¬ción. Es como el ogro del castillo. El ogro de nues¬tra Vía Láctea parece estar dormido. No se «oye» la radiación que emiten los agujeros negros al de¬vorar a sus víctimas.

Además, las galaxias se agrupan en cúmulos de galaxias, como una tela de araña tridimensional. Pues bien, nues¬tro cúmulo (Grupo Local) es muy extenso pero tiene pocas galaxias: dos galaxias muy grandes, (la propia Vía Láctea y Andrómeda), otra galaxia mediana (Galaxia del Triángulo) y unas 30 galaxias enanas (p.e. las Nubes de Magallanes).

La distancia entre galaxias es algo básico para que haya vida, porque si están demasiado próximas, se producen ma¬reas gravitatorias entre ellas que impiden que sus estrellas tengan planetas. 0 sea, que de los 100.000 millones de ga¬laxias, sólo una mínima parte es capaz de alojar vida.

La Vía Láctea no es una galaxia más, porque es una de las escasas espirales gigantes, es suficientemente grande como para tener todo tipo de materiales y tiene a su ogro dormido.

Pistas para creer en Dios (I): el universo

¿El universo da indicios de haber sido creado con una intencionalidad o es fruto del azar? En caso afirmativo, la potencia que lo creó es una fuerza per¬sonal, porque sólo las personas tienen intenciones.

Puede ser conveniente hacernos una idea del tamaño del universo. Se estima en 100.000 millones el número de galaxias. Y cada una de ellas contiene unos 200.000 millones de estrellas. El universo observable mide, de un extremo a otro, 15.000 millones de años luz.

Se sabe que el universo se rige por unas leyes constantes, como la gravitatoria, la electrostática, la carga del electrón, la velocidad de la luz, etc. Todas ellas se han podido medir con gran precisión. Pues bien, la más mínima variación en el equilibrio entre ellas habría llevado a un universo inviable, que habría durado millonésimas de segundo hasta quedar convertido en un agujero negro o que nunca hubiese pasado de ser una «sopa» de hidrógeno.

Roger Penrose, profesor de Matemáticas de Oxford,  ha calculado la probabilidad de que ese equilibrio se haya dado por casualidad. Solo un universo de cada 10(10)^128, salidos por azar, sería viable. Esto sólo admite una lectura sensata: vivimos en un uni¬verso diseñado. Alguien –el Diseñador, y no “algo”- lo ha diseñado para que «funcione», para que sirva para algo.

Pero otros sostienen que es fruto del azar. Ima¬ginemos una casa en mitad de una llanura. Pregun¬tamos quién la ha hecho y nos cuentan: «Un avión que lle¬vaba en su bodega todo el material necesario para la construcción de una casa, pasó volando. Abrió las compuertas y los materiales fueron a caer de forma tal que se formó la casa». Es como si un avión lanzase al aire todas las letras que componen El Quijote, y al caer, por azar, quedase redactada la novela.

Nadie en su sano juicio creería tan peregrina historia. «Es cierto -nos dicen-, si sólo hubiese pasado un avión, pero puede que hayan pasado muchos millones, haciendo cada uno de ellos lo mismo. En todas las ocasiones, el resul¬tado ha sido un montón de escombros. Menos en una en la que ha aparecido una casa». Si el número de aviones que han pasado es del mismo orden de magnitud que la probabilidad de que la casa apa¬rezca, la cosa puede ocurrir.

Pero, ¿en qué planteamiento hay más economía de hipótesis, o qué requiere más “fe”? ¿En un único universo creado por un Diseñador o en 10(10)^128 menos un universos inútiles, salidos no se sabe de dónde, simple¬mente para ser una pulga entre la nada y la nada en el que aparezcan unos pobres hombres capa¬ces de preguntarse por su sentido, pero irremisi¬blemente desorientados y sin la más mínima posi¬bilidad de encontrar nunca su inexistente destino?

Otra objeción:
¿No pudiera ser que todas las bolas del bombo llevasen el mismo número? Es decir, que las leyes de la física exigiesen la creación antes o después. Si así fuese, las leyes de la física tendrían que ser las que son en cualquier uni¬verso y todos ellos serían viables.
Pero, ¿en virtud de qué leyes superiores deben las leyes físicas originar necesariamente un universo viable?

Si todo fuese fruto del azar, las masas podrían atraerse unas veces con una fuerza y otras, con otra, lo que haría a la naturaleza ilógica e impo¬sible de comprender ¿De dónde puede venir ese or¬den? ¿Podría haber alguna ley constante salida del azar?

lunes, 18 de noviembre de 2013

Dios y el concepto de causalidad

¿No cabe pensar que el universo es fruto del azar? Eso sería como si el Quijote fuese fruto de tirar todas sus letras al aire, y cayesen ordenadas en frases, componiendo la mejor novela de los tiempos. Recurrir a una gigantesca casualidad para evitar la explicación por causalidad, es más fideísta aún que el fideísmo de la fe, si existiese.

Donde parece haber un plan hay alguien que ha planificado. Yo no puedo demostrar empíricamente que el mundo ha sido creado por Dios; pero tampoco se puede demostrar lo contrario. No se puede sostener que el mundo se ha hecho solo, o a sí mismo.

Si de un grifo sale agua, detrás hay una tubería, y luego otra mayor y general, y otra mayor que desvía un río, pero al final hay un pantano o una fuente.

Si no hay bellotas no podemos plantar un roble, pero las bellotas vienen de los robles. ¿Quién hizo el primer roble?

¿Quién guió la evolución de los átomos según leyes que evitaron un desarrollo caótico?

Todos los seres son efectos de unas causas, y tiene que haber una primera causa. Pretender que un número infinito de causas pueda dispensar de que hay una primera, es afirmar que un pincel puede pintar por sí mismo, con tal de ser infinitamente largo.

Si vemos una chaqueta colgada en la pared, pero no vemos el gancho, no pensamos que las chaquetas flotan, sino que algo la sujeta. Que yo no conozca la causa no me lleva a pensar que no existe causa. Con ese razonamiento, no investigaríamos nada, ni existiría la ciencia.

Algunos dicen que la dialéctica causa-efecto es un invento filosófico, no existente en la naturaleza. Pero ellos no meten los dedos en el enchufe, porque la dialéctica enchufe-calambrazo sí es real y natural.

El conocimiento de Dios es, por tanto, de tipo natural, no de fe. Pero exige una manera de pensar recta, y a veces renunciamos al discurso racional, porque reconocer que Dios existe implica obedecerle, o rendirle cuentas. Dios se revela para facilitárnoslo.

Argumentos racionales sobre la existencia de Dios

Argumento del Primer motor inmóvil, de Aristóteles (s. IV a.C.)

Todo móvil, a su vez debe ser movido por un motor y éste a su vez, debe ser movido por otro motor, de modo que la cadena de móviles necesita de un primer motor que no sea movido a su vez por otro. Este Primer motor inmóvil debe ser acto puro, forma pura, pues si no estuviese en acto sería imposible que pueda ser motor de algo.
Aristóteles describe el argumento en su Metafísica XII. Describe al Primer Motor como "gnoesis gnoeseos" (conocimiento de conocimiento), de manera que el Primer Motor conoce sólo lo más perfecto: él mismo.
El Primer Motor aristotélico no conocería el mundo creado, sino que sólo realizaría la actividad más perfecta: pensar, conocer. Y sólo puede conocer lo más perfecto que es él mismo. No habría lugar para los hombres o el universo en el pensar del Primer Motor: no es un dios providente.
Tampoco puede ser infinito, porque conocer consiste en acotar, poner límites a la realidad, y el conocimiento de algo ilimitado –dios mismo-, al no poder ser fijado, acabaría por no ser conocimiento.

Argumento del científico persa Avicena (980-1037)

«Todos, incluso aquellos que niegan la existencia de Dios, tienen en su mente la noción de Dios; en efecto, si no la tuvieran, no entenderían lo que dicen cuando afirman que no existe. Ahora bien, esa noción es la del ser más allá del cual no cabe ni siquiera concebir algo más perfecto. Pues bien, ése ser perfectísimo ha de existir necesariamente, pues, ya que la existencia es una perfección, de no ser así, cualquier cosa que existiera sería más perfecta que Él y eso sería contradictorio. Por lo tanto, es necesario que Dios exista».

El argumento de la primera causa, de Sto Tomás de Aquino (1220-1274).

Todo lo que existe tiene una causa que, a su vez, tiene otra causa, y así sucesivamente remontándose hasta llegar a la causa primigenia, o sea, Dios; no admitía que la serie de causas pudiera ser infinita.
1. Todo lo que tiene un principio, tiene una causa.
2. El universo tuvo un principio, y por tanto tuvo una causa.
3. Ninguna causa puede crearse por sí misma. Todo es causado por otra cosa.
4. La cadena de causa y efecto no puede ser infinita.
5. Debe de existir un inicio o primera causa.
6. La primera causa puede ser definida como Dios al cumplir con su definición.
Y si todo tiene que tener alguna causa, ¿entonces Dios debería tener una causa?” No, la causa primera, incausada, es Dios.

El argumento teleológico o intencional

1. Un fenómeno X (p.e. el universo, el proceso evolutivo, al ser humano, etc.) es demasiado complejo como para haber ocurrido al azar. El universo contiene cosas no hechas por el hombre, y que son irreduciblemente complejas.
2. Todas las cosas irreduciblemente complejas presentan intención o preconcepción.
3. La Preconcepción, proyección y la invención, hace necesario un intelecto, mente o voluntad.
4. Dios es el único ser inteligente que ha podido crear X (p.e. el universo, el proceso evolutivo, al ser humano, etc.)
5. Por lo tanto Dios existe.

Argumento ontológico de Descartes (1596-1650)

Aparece en la cuarta parte del Discurso del Método (en la que expone su Pienso, luego existo), y en sus Meditaciones metafísicas (Quinta Meditación, Meditaciones 8 y 10).
1.Cualquier cosa que percibo clara y distintivamente contenida en la idea de algo, debe ser cierta.
2.Clara y distintivamente percibo que, en la idea de Dios se contiene la existencia necesaria.
3.Por tanto, Dios existe.
La perfección de Dios se deriva su existencia, del mismo modo en que una montaña implica necesariamente un valle.

La apuesta de Pascal (1623-1662)

Es un argumento basado en el supuesto de que la existencia de Dios es una cuestión de azar. Aunque no haya evidencia de que Dios existe, lo racional es apostar que sí existe. "La razón es que, aún cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente pequeña, tal pequeñez sería compensada por la gran ganancia que se obtendría, o sea, la gloria eterna." Básicamente, el argumento plantea cuatro escenarios:
* Puedes creer en Dios; si existe, entonces irás al cielo.
* Puedes creer en Dios; si no existe, entonces no ganarás nada.
* Puedes no creer en Dios; si no existe, entonces tampoco ganarás nada.
* Puedes no creer en Dios; si existe, entonces no irás al cielo[
“Usted tiene dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que comprometer: su razón y su voluntad, su conocimiento y su bienaventuranza; y su naturaleza posee dos cosas de las que debe huir: el error y la miseria. (…) Vamos a pesar la ganancia y la pérdida, eligiendo cruz (de cara o cruz) para el hecho de que Dios existe. Estimemos estos dos casos: si usted gana, usted gana todo; si usted pierde, usted no pierde nada. Apueste usted que Él existe, sin titubear. (Pensamientos. Blaise Pascal, 1670)

Las 5 vías de Santo Tomás

(Suma de Teología, primera parte, q. 2, art. 3)

La existencia de Dios puede ser probada de cinco maneras distintas:
1) La primera y más clara es la que se deduce del movimiento. Pues es cierto, y lo perciben los sentidos, que en este mundo hay movimiento. Y todo lo que se mueve es movido por otro. De hecho nada se mueve a no ser que en, cuanto potencia, esté orientado a aquello por lo que se mueve. Por su parte, quien mueve está en acto. Pues mover no es más que pasar de la potencia al acto. La potencia no puede pasar a acto más que por quien está en acto.
Ejemplo: El fuego, en acto caliente, hace que la madera, en potencia caliente, pase a caliente en acto. De este modo la mueve y cambia. Pero no es posible que una cosa sea lo mismo simultáneamente en potencia y en acto; sólo lo puede ser respecto a algo distinto.
Ejemplo: Lo que es caliente en acto, no puede ser al mismo tiempo caliente en potencia, pero sí puede ser en potencia frío.
Igualmente, es imposible que algo mueva y sea movido al mismo tiempo, o que se mueva a sí mismo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro.
Pero si lo que es movido por otro se mueve, necesita ser movido por otro, y éste por otro. Este proceder no se puede llevar indefinidamente, porque no se llegaría al primero que mueve, y así no habría motor alguno pues los motores intermedios no mueven más que por ser movidos por el primer motor.
Ejemplo: Un bastón no mueve nada si no es movido por la mano. Por lo tanto, es necesario llegar a aquel primer motor al que nadie mueve. En éste, todos reconocen a Dios.

2) La segunda es la que se deduce de la causa eficiente. Pues nos encontramos que en el mundo sensible hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es posible, que algo sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, cosa imposible. En las causas eficientes no es posible proceder indefinidamente porque en todas las causas eficientes hay orden: la primera es causa de la intermedia; y ésta, sea una o múltiple, lo es de la última. Puesto que, si se quita la causa, desaparece el efecto, si en el orden de las causas eficientes no existiera la primera, no se daría tampoco ni la última ni la intermedia. Si en las causas eficientes llevásemos hasta el infinito este proceder, no existiría la primera causa eficiente; en consecuencia no habría efecto último ni causa intermedia y esto es absolutamente falso. Por lo tanto, es necesario admitir una causa eficiente primera. Todos la llaman Dios.

3) La tercera es la que se deduce a partir de lo posible y de lo necesario. Y dice: Encontramos que las cosas pueden existir o no existir, pues pueden ser producidas o destruidas, y consecuentemente es posible que existan o que no existan. Es imposible que las cosas sometidas a tal posibilidad existan siempre, pues lo que lleva en sí mismo la posibilidad de no existir, en un tiempo no existió. Si, pues, todas las cosas llevan en sí mismas la posibilidad de no existir, hubo un tiempo en que nada existió. Pero si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empieza a existir más que por algo que ya existe. Si, pues, nada existía, es imposible que algo empezara a existir; en consecuencia, nada existiría; y esto es absolutamente falso. Luego no todos los seres son sólo posibilidad; sino que es preciso algún ser necesario. Todo ser necesario encuentra su necesidad en otro, o no la tiene.
Por otra parte, no es posible que en los seres necesarios se busque la causa de su necesidad llevando este proceder indefinidamente, como quedó probado al tratar las causas eficientes (núm. 2). Por lo tanto, es preciso admitir algo que sea absolutamente necesario, cuya causa de su necesidad no esté en otro, sino que él sea causa de la necesidad de los demás. Todos le dicen Dios.

4) La cuarta se deduce de la jerarquía de valores que encontramos en las cosas. Pues nos encontramos que la bondad, la veracidad, la nobleza y otros valores se dan en las cosas. En unas más y en otras menos. Pero este más y este menos se dice de las cosas en cuanto que se aproximan más o menos a lo máximo. Así, caliente se dice de aquello que se aproxima más al máximo calor.
Hay algo, por tanto, que es muy veraz, muy bueno, muy noble; y, en consecuencia, es el máximo ser; pues las cosas que son sumamente verdaderas, son seres máximos, como se dice en II Metáis. Como quiera que en cualquier género, lo máximo se convierte en causa de lo que pertenece a tal género -así el fuego, que es el máximo calor, es causa de todos los calores, como se explica en el mismo libro-, del mismo modo hay algo que en todos los seres es causa de su existir, de su bondad, de cualquier otra perfección. Le llamamos Dios.

5) La quinta se deduce a partir del ordenamiento de las cosas. Pues vemos que hay cosas que no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que obran por un fin. Esto se puede comprobar observando cómo siempre o a menudo obran igual para conseguir lo mejor. De donde se deduce que, para alcanzar su objetivo, no obran al azar, sino intencionadamente.
Las cosas que no tienen conocimiento no tienden al fin sin ser dirigidas por alguien con conocimiento e inteligencia, como la flecha por el arquero. Por lo tanto, hay alguien inteligente por el que todas las cosas son dirigidas al fin. Le llamamos Dios.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Vivimos gracias a la confianza

No todo lo que nos ata restringe nuestra libertad. Por ejemplo, las cadenas esclavizan, pero las raíces –que también atan- nos alimentan. Así es la fe, una raíz.
En todos los ámbitos, vivimos gracias a la confianza en los expertos. ¿Por qué no confiar también en Dios, con respecto al sentido de nuestra vida?
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No tenemos evidencias empíricas de todo. Si no confiáramos en los demás, si no tuviéramos fe en ellos, podríamos dudar de casi todo: p.e. de si somos hijos de nuestros padres (hay niños robados), del medicamento y el rótulo de su caja, de los carteles de las autopistas, de que la cena no está envenenada, o de tantos detalles de geografía e historia, etc.
Lo mismo pasa en la amistad y el amor: no sabemos si en caso de problemas esta persona me será fiel. Sólo puedo decir que creo en ella. La amistad exige confianza.
El ámbito de lo que yo puedo comprobar empíricamente es muy limitado, y sería muy reduccionista confiar sólo en lo que yo puedo comprobar por mí mismo. No es razonable pedir un desproporcionado grado de seguridad, sobre todo si sólo lo pedimos para las cuestiones de fe y moral.
La resistencia para creer en Dios procede de que eso implica decisiones morales, es decir, de la conducta. Por eso, Dios quiere moverse en el terreno de la fe, y no nos proporciona evidencias irrefutables. El acto de fe reclama la libertad. Hay que entender bien la libertad, y distinguir entre los lazos que dan vida y los vínculos que esclavizan: si rompes tus cadenas, te liberas; pero si cortas con tus raíces –que también atan-, mueres.
No se puede demostrar empíricamente (aunque sí se puede mostrar lógicamente) la existencia de Dios, porque Dios no es sensible, no se mueve en el mundo físico, sino en la metafísica. Tampoco se puede demostrar que no exista. Y sin embargo, los que no quieren creer viven como si Dios no existiera, es decir, que ya toman partido.
¿Y en caso de equivocarse? Decía Pascal: “prefiero equivocarme creyendo en un Dios que no existe, que equivocarme no creyendo en un Dios que existe. Porque si después no hay nada, evidentemente nunca lo sabré, cuando me hunda en la nada eterna. Pero si hay algo, si hay Alguien, tendré que dar cuenta de mi actitud de rechazo”.
Además, en el plano meramente humano, la fe da sentido a la vida del creyente. A veces, los no-creyentes “bienintencionados” (p.e. Mario Vargas Llosa) suelen decir que tienen envidia de la alegría e ingenuidad de los creyentes, pues la fe les ayuda a sobrellevar los disgustos y dificultades de la vida, mientras el no-creyente no les encuentra ningún sentido.
Una vez más, la explicación del creyente puede parecer ardua, pero la del increyente es más ardua aún, y desesperanzadora.

lunes, 4 de noviembre de 2013

¿Porqué hay que confesarse con un sacerdote?



Si sólo Dios puede perdonar los pecados, y si lo esencial es que uno, en el interior de su corazón, se arrepienta ante Dios, ¿porqué es necesario confesarse ante un sacerdote?

1. Porque es el ofendido, y no el ofensor, quien establece en qué condiciones se aceptan las disculpas. Y Jesucristo, el día de su resurrección, cuando ya había conseguido el perdón para todo el género humano, confirió a los discípulos el poder de perdonar los pecados:

Como el Padre me envió, así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn 20, 21-23).

2. Porque todos formamos un Pueblo de Dios, somos una comunidad; nadie se administra a sí mismo ningún sacramento (salvo el sacerdote cuando comulga). Esto pone de manifiesto que la salvación nos es concedida, no la alcanzamos nosotros.

3. Porque se evita así que el juicio sobre la gravedad de nuestros pecados, la penitencia a cumplir, etc. sea demasiado subjetivo. Al recibir la absolución del sacerdote, tenemos certeza –no sólo la impresión subjetiva- de que hemos sido perdonados.

4. Porque así nos reconciliamos también con la comunidad, con la Iglesia; en efecto, todo pecado, incluso los más internos, dañan a la comunidad porque desordenan a la persona individual, y su mala conciencia se refleja en su comportamiento externo. En todo caso, restan santidad a la comunidad.

5. Porque manifestar los pecados, expresarlos, sacarlos de dentro de nosotros, nos libera de su peso.

6. Porque el sacerdote puede darnos consejos para la lucha espiritual.