martes, 11 de marzo de 2014

¿Se puede permanecer imparcial ante una madre? Nuestra actitud con la Iglesia es la de hijos, no de jueces


Cuando estaba próximo a marcharse junto al Padre, sabiendo que siempre andaríamos necesitados de Él, Jesucristo dispuso los medios para que, en cualquier tiempo y lugar, pudiéramos recibir la riqueza de la Redención: fundó la Iglesia, bien visible y localizable.

Estar en la Iglesia es estar con Jesús, pertenecer a esa sociedad es ser miembro de su Cuerpo. Sólo en ella encontramos a Cristo, al mismo Cristo.

Quienes pretenden ir a Cristo dejando a un lado a su Iglesia, o incluso maltratándola, podrían un día llevarse la misma sorpresa de San Pablo en el camino de Damasco: Yo soy Jesús, a quien tú persigues (Hech 9, 5).
Y «no dice: ¿por qué persigues a mis miembros?, sino ¿por qué me persigues?, porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la Iglesia» (san Beda, Comentario a los Hechos de los Apóstoles).
Pablo no supo hasta ese momento que perseguir a la Iglesia era perseguir al mismo Jesús. Más tarde, cuando hable sobre Ella, lo hará describiéndola como el Cuerpo de Cristo, o simplemente como Cristo; y a los fieles como sus miembros.

No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin amar, seguir o escuchar a la Iglesia. En Ella vemos a Jesús, a quien las multitudes querían tocar porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. 
Y pertenece a la Iglesia quien a través de su doctrina, de sus sacramentos y de su régimen, se vincula a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey. Con la Iglesia, en cierto modo, mantenemos las mismas relaciones que con el Señor: fe, esperanza y caridad.

En primer lugar fe, que significa creer lo que en tantas ocasiones no es evidente. También los contemporáneos de Jesús veían a un hombre que trabajaba, se fatigaba, necesitaba de alimento, sentía dolor, frío, miedo..., pero aquel Hombre era Dios. En la Iglesia conocemos a gentes santas, que muchas veces pasan en la oscuridad de una vida corriente…

Nuestra actitud ante la Iglesia ha de ser también de esperanza. Cristo mismo aseguró: Sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,18). Será siempre la roca firme donde buscar seguridad ante los bandazos que va dando el mundo.

Y si a Dios le debemos caridad, amor, éste debe ser nuestro mismo sentir ante nuestra Madre la Iglesia, pues «no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre» (san Cipriano, Sobre la unidad, 6, 8). Es la madre que nos comunica la vida: y a una madre se la quiere: por eso nos duelen las heridas que le producen los de fuera y los de dentro.

¿Cómo hablar de la Iglesia con frialdad, con dureza o con desgarro? ¿Cómo se puede permanecer «imparcial» ante una madre? No lo somos, ni queremos serlo. Lo suyo es lo nuestro, y aunque no ignoramos ni escondemos las deficiencias, adoptamos la postura de un hijo en relación a su madre.

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