¿La Iglesia quiere que
tengamos un sentimiento de culpa permanente, para que dependamos de los
sacerdotes?
El sentimiento de culpa y la inmadurez
El sentimiento
de culpa es negativo porque hace sufrir, y surge cuando se toma conciencia de
haber realizado una acción que la razón juzga mala, o cuando se ha omitido una
acción buena que se percibe como obligatoria.
Este sentimiento
negativo tiene un aspecto positivo: ayudar a distinguir entre el mal y el bien,
e impulsar a hacer el bien. Dado que no podemos evitar totalmente hacer el mal,
si reconocemos el mal cometido, el sentimiento de culpa facilita el
arrepentimiento, que lleva al propósito de cambiar y actuar mejor en el futuro.
Además, mejorar como persona lleva a la autoestima.
Aceptar los
propios errores es un signo de madurez psicológica, pues se asocia a la
tolerancia a la frustración, y al control del miedo a sufrir; en este caso, a
sufrir el sentimiento de culpa. Éste nos permite juzgar con veracidad, y no por
interés personal.
En cambio, las
personas inmaduras tienden a no reconocer las culpas para no empeorar su
situación emocional negativa, lo que les lleva a dar por buena su mala
conducta, o a buscar excusas para no responsabilizarse de ellas, alegando que
ignoraban que fuese malas, o proyectando su culpa en los demás (en el mal
ejemplo, el mal consejo, o la mala influencia de otros), o, finalmente, a echar
la culpa a las circunstancias.
Al rechazar su
culpa, esas personas desaprovechan el beneficio que podría venirles del impulso
positivo que el arrepentimiento trae consigo.
Otra razón por
la que no reconocen su culpa es el deseo de no sentirse ellos mismos como
fracasados, inútiles o malos. Por eso, acostumbran a emitir juicios generales
sobre su personalidad moral, en vez de juzgar la moralidad de sus acciones
concretas.
Esta actitud de
poner a prueba el valor de toda su persona en cada acción concreta, hace que
sus juicios sean excesivos. Equivocadamente, tratan de ser perfectos, para no
fallar nunca ni en nada, y así no perder todo el valor positivo como persona
por unos errores concretos.
Pero, como no
pueden ser infalibles y cometen errores, arreglan las cosas rechazando su
responsabilidad, pues, de lo contrario, se sentirían, además de culpables,
inferiores, fracasados, inútiles o malos. El remedio, como es obvio, consiste
en juzgar los actos concretos, no actitudes generales.
Si no podemos evitar totalmente del pecado, ¿cómo podemos
ser felices?
El mal y el bien
coexisten en el mundo –y en el interior de cada uno- y es importante aprender a
convivir con la presencia del mal, y de hacerlo con paz.
El mal existe
por varias razones que ya hemos comentado en otras ocasiones:
a) de una parte,
la imperfección natural del ser humano, que, para aprender a hacer el bien,
muchas veces experimenta con el mal; así pues, el mal, el error, el fallo son
etapas necesarias del mejoramiento personal y del mundo;
b) de otra
parte, hay males causados por el personas malas que obran mal a sabiendas.
Dios sólo desea
nuestro bien y sus preceptos pretenden guiarnos. Desobedecer sus mandatos es ir
contra nuestra verdad como hombres, causarnos daño a nosotros mismos. El pecado
no se queda en algo periférico; cambia al que lo realiza, por dentro; deforma
nuestra naturaleza.
Todo pecado
rompe el equilibrio, y genera en el alma un desorden entre las diversas
facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Se
encuentran debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí:
a) a la mente le
resulta arduo distinguir lo verdadero de lo falso;
b) la voluntad
tiene dificultad para elegir el bien, y se siente atraída por la autoafirmación
y el placer;
c) nuestros
afectos y deseos tienden a centrarse egoístamente en nosotros mismos.
Ante el pecado,
caben dos actitudes: afincarse en él, o arrepentirse, pedir perdón y ofrecer
perdón a quien nos ofende.
Cuando uno se
empeña en ignorar el pecado, acaba sucediendo lo mismo que cuando la basura se
acumula dentro de casa y no se echa fuera. Al principio esa dejadez parece más
cómoda, pero acaba por convertir la vida en algo muy desagradable.
Cada ocasión de
pecar, es también una oportunidad de elegir la verdad. Lo que nos hace
felices es rechazar el engaño, bien sea porque se opta por lo bueno, bien sea
porque uno reconoce que ha optado por lo malo, y vuelve a la verdad.
El perdón de los
pecados fue una innovación audaz de la fe cristiana. Fue un mandato del propio
Jesucristo a su Iglesia, cuando dio a los apóstoles el poder para perdonar los
pecados: “a quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos” (Jn 20, 23).
La Iglesia busca reconciliar al hombre con Dios,
con los otros hombres, y con toda la creación. Y una de las maneras que tiene de
hacerlo es recordarle la realidad del pecado, porque esa reconciliación es
imposible si se ignora voluntariamente el mal que origina la división y la
ruptura.
El pecado es una
parte esencial de la verdad acerca del hombre. Cuando hace el mal, abre con
ello una doble herida: en él mismo y en sus relaciones con su familia, amigos,
vecinos, colegas, e incluso con los desconocidos.
Llamar por su
nombre al bien y al mal es el primer paso hacia la conversión, el perdón, la
reconciliación, la reconstrucción de cada hombre y de toda la humanidad. Tomarse
en serio el pecado es tomarse en serio la libertad humana.
Para ser
felices, es preciso aceptar los propios errores, pedir perdón, y ofrecer
nuestro perdón a los demás.