EL CARACTER
COMUNITARIO DE LA
VOCACIÓN
La persona
necesita la vida social, y presenta una tendencia natural a asociarse para
alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Ese asociacionismo
desarrolla a la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de
responsabilidad.
Es bueno, por
eso, que cada uno participe de algún modo en asociaciones e instituciones de
libre iniciativa, para fines económicos, culturales, recreativos, deportivos,
profesionales o políticos, tanto nacionales como internacionales.
Por el
contrario, una intervención excesiva y fuerte del Estado puede amenazar la
libertad y la iniciativa personales.
La doctrina
social ha asentado el principio de subsidiariedad, según el cual una
estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un
grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más
bien debe sostenerla en caso de necesidad. Dicho de otro modo, el órgano superior
no debe hacer lo que puede desempeñar el inferior.
Dios ha dejado a
cada criatura el ejercicio de las funciones que es capaz de ejercer, según las
capacidades de su naturaleza. Y este comportamiento de Dios en el gobierno del
mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad, debe inspirar a los que
gobiernan las comunidades humanas.
En algunos
casos, las costumbres consolidadas, o las instituciones sociales injustas,
inclinan al pecado a los individuos; es lo que conocemos como estructura de
pecado. Puede tratarse de injusticias sociales, violencia sobre las personas,
etc. En esos casos, la caridad empuja a promover reformas justas.
LA LIBRE PARTICIPACIÓN
Toda comunidad
humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse, porque la autoridad
pública se funda en la naturaleza humana, y por ello pertenece al orden querido
por Dios.
La diversidad de
regímenes políticos y modos de ejercer la autoridad es legítima, con tal que
promuevan el bien de la comunidad.
La autoridad se
ejerce de manera legítima:
a) si busca la
consecución del bien común de la sociedad, no los intereses de una parte;
b) si utiliza
medios moralmente lícitos;
c) si garantiza
a los ciudadanos un cierto ejercicio de la libertad.
El bien común
comprende el conjunto de condiciones que permiten -a los grupos y a cada uno de
sus miembros- conseguir más plena y fácilmente su propia perfección.
El bien común comporta
tres elementos esenciales:
a) el respeto y
la promoción de los derechos fundamentales de la persona;
b) la prosperidad,
o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad;
c) la paz y la
seguridad del grupo y de sus miembros.
IGUALDAD Y
DIFERENCIAS ENTRE LOS HOMBRES
Creados a imagen
de Dios, y dotados de un alma racional, todos los seres humanos poseen una
misma naturaleza y una misma dignidad. La igualdad se deriva de su dignidad
personal y de los derechos que dimanan de ella.
Ciertamente hay
diferencias entre las personas en sus capacidades físicas, en sus aptitudes
intelectuales o morales, en las circunstancias de que cada uno se pudo
beneficiar, en la distribución de las riquezas, etc.
Estas
diferencias pertenecen al plan de Dios, pues quiere que quienes disponen de
talentos particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las
diferencias alientan, y con frecuencia obligan, a las personas a ser magnánimas
y generosas.
Existen también
desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están
en abierta contradicción con el evangelio, porque se oponen a la justicia
social, a la dignidad de la persona humana, y también a la paz social e
internacional.
El principio
de solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana; se
manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del
trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo, en
el que las tensiones encuentren más fácilmente una salida negociada.
EL COMPROMISO
SOCIAL DEL CREYENTE
Como cualquier
otro ciudadano, el creyente puede y debe participar en los colegios
profesionales (médicos, farmacéuticos, de arquitectos, economistas, etc),
partidos políticos y sindicatos, ONG’s, asociaciones ecologistas, agrupaciones
artísticas y culturales, sociedades recreativas y deportivas, asociaciones de
vecinos, etc. Desde esas instituciones se ordenan mejor esas realidades
temporales hacia el bien común.
Cada persona –y
concretamente el creyente- habrá de involucrarse en la medida de sus
posibilidades, capacidades e intereses personales, etc., sin ignorar la
responsabilidad que le corresponde en los temas más fundamentales: las leyes
relativas a la educación, a la familia, y a la justa distribución de los
bienes, la vivienda y el trabajo.
Es demagógico y
falso el argumento de que el cristiano no debe tomar parte en las instituciones
porque obedece a un modo de pensar no libre ni democrático, en definitiva, no
laico.
Porque al Estado
y sus instituciones no le corresponde la promoción del laicismo, pues supone
una determinada toma de postura ideológica sobre la separación entre la
religión y la sociedad civil. La Iglesia católica también promueve una
separación entre Iglesia y Estado, pero no entre religión y sociedad.
El Estado, como
tal, no es “deportista”, pero promueve el deporte, sobre todo aquellas
modalidades que más arraigo tienen entres sus ciudadanos. De la misma manera,
el Estado no es “artista”, pero impulsa la creación artística, sobre todo
aquella más relacionada con su pueblo.
Lo mismo debe
hacer con la religión. El Estado
es aconfesional, peor puede favorecer que los ciudadanos practiquen la religión
que deseen.
Los estudios
sociológicos señalan que hoy los jóvenes son especialmente refractarios a
pertenecer a instituciones; se adivina en esa actitud un cierto miedo a comprometerse
establemente, a ser identificados, caracterizados, etc.
Pues bien, el
miedo, sea del tipo que sea, nunca es buen consejero.
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