miércoles, 15 de enero de 2014

El ineludible compromiso social del creyente



EL CARACTER COMUNITARIO DE LA VOCACIÓN

La persona necesita la vida social, y presenta una tendencia natural a asociarse para alcanzar objetivos que exceden las capacidades individuales. Ese asociacionismo desarrolla a la persona, en particular, su sentido de iniciativa y de responsabilidad.

Es bueno, por eso, que cada uno participe de algún modo en asociaciones e instituciones de libre iniciativa, para fines económicos, culturales, recreativos, deportivos, profesionales o políticos, tanto nacionales como internacionales.

Por el contrario, una intervención excesiva y fuerte del Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales.

La doctrina social ha asentado el principio de subsidiariedad, según el cual una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad. Dicho de otro modo, el órgano superior no debe hacer lo que puede desempeñar el inferior.

Dios ha dejado a cada criatura el ejercicio de las funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Y este comportamiento de Dios en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad, debe inspirar a los que gobiernan las comunidades humanas.

En algunos casos, las costumbres consolidadas, o las instituciones sociales injustas, inclinan al pecado a los individuos; es lo que conocemos como estructura de pecado. Puede tratarse de injusticias sociales, violencia sobre las personas, etc. En esos casos, la caridad empuja a promover reformas justas.


LA LIBRE PARTICIPACIÓN

Toda comunidad humana necesita una autoridad para mantenerse y desarrollarse, porque la autoridad pública se funda en la naturaleza humana, y por ello pertenece al orden querido por Dios.

La diversidad de regímenes políticos y modos de ejercer la autoridad es legítima, con tal que promuevan el bien de la comunidad.

La autoridad se ejerce de manera legítima:
a) si busca la consecución del bien común de la sociedad, no los intereses de una parte;
b) si utiliza medios moralmente lícitos;
c) si garantiza a los ciudadanos un cierto ejercicio de la libertad.

El bien común comprende el conjunto de condiciones que permiten -a los grupos y a cada uno de sus miembros- conseguir más plena y fácilmente su propia perfección.

El bien común comporta tres elementos esenciales:
a) el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona;
b) la prosperidad, o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad;
c) la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros.


IGUALDAD Y DIFERENCIAS ENTRE LOS HOMBRES

Creados a imagen de Dios, y dotados de un alma racional, todos los seres humanos poseen una misma naturaleza y una misma dignidad. La igualdad se deriva de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella.

Ciertamente hay diferencias entre las personas en sus capacidades físicas, en sus aptitudes intelectuales o morales, en las circunstancias de que cada uno se pudo beneficiar, en la distribución de las riquezas, etc.

Estas diferencias pertenecen al plan de Dios, pues quiere que quienes disponen de talentos particulares comuniquen sus beneficios a los que los necesiten. Las diferencias alientan, y con frecuencia obligan, a las personas a ser magnánimas y generosas.

Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio, porque se oponen a la justicia social, a la dignidad de la persona humana, y también a la paz social e internacional.

El principio de solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana; se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo, en el que las tensiones encuentren más fácilmente una salida negociada.


EL COMPROMISO SOCIAL DEL CREYENTE

Como cualquier otro ciudadano, el creyente puede y debe participar en los colegios profesionales (médicos, farmacéuticos, de arquitectos, economistas, etc), partidos políticos y sindicatos, ONG’s, asociaciones ecologistas, agrupaciones artísticas y culturales, sociedades recreativas y deportivas, asociaciones de vecinos, etc. Desde esas instituciones se ordenan mejor esas realidades temporales hacia el bien común.

Cada persona –y concretamente el creyente- habrá de involucrarse en la medida de sus posibilidades, capacidades e intereses personales, etc., sin ignorar la responsabilidad que le corresponde en los temas más fundamentales: las leyes relativas a la educación, a la familia, y a la justa distribución de los bienes, la vivienda y el trabajo.

Es demagógico y falso el argumento de que el cristiano no debe tomar parte en las instituciones porque obedece a un modo de pensar no libre ni democrático, en definitiva, no laico.

Porque al Estado y sus instituciones no le corresponde la promoción del laicismo, pues supone una determinada toma de postura ideológica sobre la separación entre la religión y la sociedad civil. La Iglesia católica también promueve una separación entre Iglesia y Estado, pero no entre religión y sociedad.

El Estado, como tal, no es “deportista”, pero promueve el deporte, sobre todo aquellas modalidades que más arraigo tienen entres sus ciudadanos. De la misma manera, el Estado no es “artista”, pero impulsa la creación artística, sobre todo aquella más relacionada con su pueblo.

Lo mismo debe hacer con la religión. El Estado es aconfesional, peor puede favorecer que los ciudadanos practiquen la religión que deseen.

Los estudios sociológicos señalan que hoy los jóvenes son especialmente refractarios a pertenecer a instituciones; se adivina en esa actitud un cierto miedo a comprometerse establemente, a ser identificados, caracterizados, etc.

Pues bien, el miedo, sea del tipo que sea, nunca es buen consejero.

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