El desarrollo del cristianismo en Corea constituye un caso inusitado en la historia de la
Iglesia, pues la fe prendió en estas tierras gracias a la acción apostólica de
un grupo de seglares.
En 1780, un grupo de
jóvenes de la nobleza se hacen con algunos libros sobre la religión católica,
que llegan al país a través de China. Se reúnen y estudian el
contenido de esos libros, aunque en un primer momento se limitan a comparar los
principios católicos con los de la filosofía confuciana.
Uno de los principales
promotores de este pequeño círculo es Yi Byók, joven con inquietudes religiosas
que crecen paralelas al estudio de la religión, Con él, otro de los primeros es
Yi Süng-hun, hijo de un alto dignatario imperial, y de grandes dotes
intelectuales: lee y escribe con facilidad el chino desde la infancia; procura
imitar las vidas de santos que conoce, aplicándolas a su situación en el
mundo, y promueve la fe católica entre sus amigos. Su entusiasmo es contagioso,
y pronto se le agregan varios de sus hermanos y primos.
Pasan tres años
dedicados al estudio de la doctrina cristiana. Ya hace tiempo que los intereses
culturales han dado paso a una profunda inquietud personal. En el invierno de
1783 se presenta la ocasión de dar un nuevo paso. Yi Súng-hun acompaña a su
padre en una misión diplomática a China, que es por entonces el único modo de
entablar contacto con representantes del Catolicismo. En Pekín, Yi Súng-hun
permanece cuarenta días, realiza el anhelado encuentro con misioneros
católicos, y es bautizado con el nombre de Pedro.
De vuelta a Seúl,
cargado de rosarios, libros, imágenes, y con el tesoro del bautismo, Pedro
bautiza a YiByók, que recibe el nombre de Juan Bautista; y éste a su vez
administra el sacramento a los hermanos Chóng, a los Kwón y a muchos otros. A
partir de ahora, el grupo de estudiosos se transforma en círculo de fieles. Kim
Bóm-u entrega su casa, que queda convertida en la primera iglesia coreana, Un
siglo después, en este mismo emplazamiento, se construiría la actual catedral
Myóngdong, de Seúl.
El régimen de vida de
esos primeros cristianos es muy elemental. Los domingos se reúnen para rezar y
estudiar la fe.
Abandonan la rígida distinción de clases y el ofrecimiento de
sacrificios a los antepasados, propios del confucianismo. Se denominan entre sí
amigo creyente y, además de rezar, se dedican con empeño a la difusión de
literatura católica mediante traducciones a la lengua coreana.
En cinco años, el
grupo inicial crece vigorosamente, y se siente acuciante la necesidad de
sacerdotes. Después de un intento infructuoso de resolver esa dificultad, acuden
al obispo de Pekín, quien les insiste en la urgencia de abrir las puertas
cuanto antes a la entrada de sacerdotes en Corea.
Ese mismo año, 1789,
se desencadena la primera persecución que provoca el arresto, la tortura y
posterior muerte en el exilio de Kim Bóm-u, el propietario de la casa donde se
reúnen los fieles, y de otros cristianos. Por otra parte, es inconcebible que
un miembro de la nobleza rechace el ofrecimiento de sacrificios a su madre
difunta. La negativa de Pablo
Yun Chi-Ch'ung llega a oídos del rey Chóng-ho. El
Cristianismo aparece ante sus ojos como un peligro para las tradiciones
patrias, y más aún su difusión entre la nobleza. El 7 de diciembre de 1791, Pablo y
Santiago son condenados a muerte. Han pasado sólo siete años desde el primer
bautismo, y estos dos martirios son una prueba del arraigo de la fe en los
primeros católicos.
Este primer encuentro
con la Cruz no es más que el preludio de una serie interminable de
persecuciones, cada vez más violentas y crueles, que durará casi un siglo.
En 1794, diez años
después del bautismo de Pedro, llega desde China el primer sacerdote, Chu Mun-mo Vellozo. Es comprensible
su estupor al comprobar que ya hay en Corea cuatro mil católicos. Pero su
presencia es la chispa que desencadena una segunda persecución.
Al emperador Chóng-ho
le sucede su hija, quien toma severas medidas en 1801 para erradicar el
Cristianismo del país. Encarcela a cristianos de todos los estratos de la sociedad,
sin respetar a sus parientes. Durante esta nueva persecución pierden la vida
alrededor de trescientos católicos, entre ellos el sacerdote Vellozo.
Los supervivientes a
la muerte o al destierro, especialmente los miembros de la nobleza, buscan
refugio en las montañas, donde perseveran --de nuevo sin sacerdotes- durante
más de 30 años. Pero el crecimiento de la Iglesia es imparable. Incluso en los
más duros momentos de persecución, fieles coreanos visitan con frecuencia al
obispo de Pekín, solicitando el envío de algún sacerdote. Llegan incluso a
dirigirse al Papa Pío VII, alegando la existencia de 10.000 católicos en Corea.
Las persecuciones se
suceden una tras otra: 1815, 1827... Pero la Iglesia sigue creciendo: una vez
más, la sangre de los mártires se convierte en semilla de cristianos.
En 1831 se constituye
un Vicariato apostólico, pero el Obispo no llega a pisar el país: muere en
Mongolia, en 1835. Dos años después llega por fin Mons. Laurent Marie Joseph
Imbert, acompañado de dos sacerdotes. Los tres mueren mártires al año
siguiente, en el curso de una nueva ofensiva.
En 1845 llega a Corea
el tercer Vicario Apostólico, acompañado de dos sacerdotes, y entre ellos el
primero coreano, Andrés Kim
Tae-gón, que sufriría martirio apenas un año más tarde. Con todo, a la vuelta
de veinte años, los católicos eran ya unos veintitrés mil.
Por estas fechas, el
número de mártires de la fe se cuenta por millares, pero no es más que un botón
de muestra de lo que se avecina. En 1864 se produce un cambio dinástico y sube
al trono un niño de doce años. Hasta que alcance la mayoría de edad será su
padre quien ostente la
regencia. Son momentos en los que se implanta el
proteccionismo económico y se intentan evitar las ingerencias extranjeras,
consideradas como la fuente de todos los problemas de Corea. Se desencadena una
nueva persecución, que va a cobrarse un ingente tributo de sangre católica.
Sólo en Seúl, perecen unos 400 católicos. En septiembre de 1868, son
martirizados unos 2.000 fieles, y 8.000 más sufren trabajos forzados o la
muerte, en 1870.
A pesar de la serie
interminable de contradicciones, una de las más trágicas en la historia del
Catolicismo, a comienzos del siglo XX se contaban en Corea 50.000 fieles.
La Iglesia,
abundantemente regada con sangre de mártires, ha fructificado fecunda. Durante
su viaje apostólico a Corea en 1984 para celebrar el bicentenario de la
Iglesia en ese país, Juan Pablo II canonizó a 103 mártires coreanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario