viernes, 2 de mayo de 2014

Corea, un ejemplo de apostolado de los laicos



El desarrollo del cristianismo en Corea constituye un caso inusitado en la historia de la Iglesia, pues la fe prendió en estas tierras gracias a la acción apostólica de un grupo de seglares.

En 1780, un grupo de jóvenes de la nobleza se ha­cen con algunos libros sobre la religión católica, que lle­gan al país a través de China. Se reúnen y estudian el contenido de esos libros, aunque en un primer momento se limitan a comparar los principios católicos con los de la filosofía confuciana.

Uno de los principales promotores de este pequeño círculo es Yi Byók, joven con inquietudes religiosas que crecen paralelas al estudio de la religión, Con él, otro de los primeros es Yi Süng-hun, hijo de un alto dignatario imperial, y de grandes dotes intelectuales: lee y escribe con facilidad el chino desde la infancia; procura imitar las vidas de santos que conoce, aplicándolas a su situa­ción en el mundo, y promueve la fe católica entre sus amigos. Su entusiasmo es contagioso, y pronto se le agregan varios de sus hermanos y primos.

Pasan tres años dedicados al estudio de la doctrina cristiana. Ya hace tiempo que los intereses culturales han dado paso a una profunda inquietud personal. En el invierno de 1783 se presenta la ocasión de dar un nuevo paso. Yi Súng-hun acompaña a su padre en una misión diplomática a China, que es por entonces el único modo de entablar contacto con representantes del Catolicismo. En Pekín, Yi Súng-hun permanece cuarenta días, realiza el anhelado encuentro con misioneros católicos, y es bautizado con el nombre de Pedro.

De vuelta a Seúl, cargado de rosarios, libros, imáge­nes, y con el tesoro del bautismo, Pedro bautiza a Yi­Byók, que recibe el nombre de Juan Bautista; y éste a su vez administra el sacramento a los hermanos Chóng, a los Kwón y a muchos otros. A partir de ahora, el grupo de estudiosos se transforma en círculo de fieles. Kim Bóm-u entrega su casa, que queda convertida en la pri­mera iglesia coreana, Un siglo después, en este mismo emplazamiento, se construiría la actual catedral Myóng­dong, de Seúl.

El régimen de vida de esos primeros cristianos es muy elemental. Los domingos se reúnen para rezar y es­tudiar la fe. Abandonan la rígida distinción de clases y el ofrecimiento de sacrificios a los antepasados, propios del confucianismo. Se denominan entre sí amigo creyente y, además de rezar, se dedican con empeño a la difusión de literatura católica mediante traducciones a la lengua co­reana.

En cinco años, el grupo inicial crece vigorosamente, y se siente acuciante la necesidad de sacerdotes. Después de un intento infructuoso de resolver esa dificultad, acu­den al obispo de Pekín, quien les insiste en la urgencia de abrir las puertas cuanto antes a la entrada de sacerdo­tes en Corea.

Ese mismo año, 1789, se desencadena la primera persecución que provoca el arresto, la tortura y poste­rior muerte en el exilio de Kim Bóm-u, el propietario de la casa donde se reúnen los fieles, y de otros cristianos. Por otra parte, es inconcebible que un miembro de la nobleza rechace el ofrecimiento de sacrificios a su madre difunta. La negativa de Pablo Yun Chi-Ch'ung llega a oídos del rey Chóng-ho. El Cristianismo aparece ante sus ojos como un peligro para las tradiciones patrias, y más aún su difusión entre la nobleza. El 7 de diciembre de 1791, Pablo y Santiago son condenados a muerte. Han pasado sólo siete años desde el primer bautismo, y estos dos martirios son una prueba del arraigo de la fe en los primeros católicos.

Este primer encuentro con la Cruz no es más que el preludio de una serie interminable de persecuciones, ca­da vez más violentas y crueles, que durará casi un siglo.

En 1794, diez años después del bautismo de Pedro, llega desde China el primer sacerdote, Chu Mun-mo Ve­llozo. Es comprensible su estupor al comprobar que ya hay en Corea cuatro mil católicos. Pero su presencia es la chispa que desencadena una segunda persecución.

Al emperador Chóng-ho le sucede su hija, quien toma severas medidas en 1801 para erradicar el Cristianismo del país. Encarcela a cristianos de todos los estratos de la socie­dad, sin respetar a sus parientes. Du­rante esta nueva persecución pierden la vida alrededor de trescientos católicos, entre ellos el sacerdote Vellozo.

Los supervivientes a la muerte o al destierro, espe­cialmente los miembros de la nobleza, buscan refugio en las montañas, donde perseveran --de nuevo sin sacerdotes- durante más de 30 años. Pero el crecimiento de la Iglesia es imparable. Incluso en los más duros momentos de persecución, fieles coreanos visitan con frecuencia al obispo de Pekín, solicitando el envío de algún sacerdote. Llegan incluso a dirigirse al Papa Pío VII, alegando la existencia de 10.000 católicos en Corea.

Las persecuciones se suceden una tras otra: 1815, 1827... Pero la Iglesia sigue crecien­do: una vez más, la sangre de los mártires se convierte en semilla de cristianos.

En 1831 se constituye un Vicariato apostólico, pero el Obispo no llega a pisar el país: muere en Mongolia, en 1835. Dos años después llega por fin Mons. Laurent Ma­rie Joseph Imbert, acompañado de dos sacerdotes. Los tres mueren mártires al año siguiente, en el curso de una nueva ofensiva.

En 1845 llega a Corea el tercer Vicario Apostólico, acompañado de dos sacerdotes, y entre ellos el primero coreano, Andrés Kim Tae-gón, que sufriría martirio ape­nas un año más tarde. Con todo, a la vuelta de veinte años, los católicos eran ya unos veintitrés mil.

Por estas fechas, el número de mártires de la fe se cuenta por millares, pero no es más que un botón de muestra de lo que se avecina. En 1864 se produce un cambio dinástico y sube al trono un niño de doce años. Hasta que alcance la mayoría de edad será su padre quien ostente la regencia. Son momentos en los que se implanta el proteccionismo económico y se intentan evi­tar las ingerencias extranjeras, consideradas como la fuente de todos los problemas de Corea. Se desencadena una nueva persecución, que va a cobrarse un ingente tri­buto de sangre católica. Sólo en Seúl, perecen unos 400 católicos. En septiembre de 1868, son martirizados unos 2.000 fieles, y 8.000 más sufren trabajos forzados o la muerte, en 1870.

A pesar de la serie interminable de contradicciones, una de las más trágicas en la historia del Catolicismo, a comienzos del siglo XX se contaban en Corea 50.000 fieles.

La Iglesia, abundantemente regada con sangre de mártires, ha fructificado fecunda. Durante su viaje apostólico a Corea en 1984 para celebrar el bi­centenario de la Iglesia en ese país, Juan Pablo II canoni­zó a 103 mártires coreanos.

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