Del sermón 45:
Vamos a participar en la Pascua, ahora
aún de manera figurada, aunque ya más clara que en la antigua ley. Pero dentro
de poco participaremos ya en la Pascua de una manera más perfecta y más pura,
cuando el Verbo beba con nosotros el vino nuevo en el reino de su Padre, cuando
nos revele y nos descubra plenamente lo que ahora nos enseña sólo en parte.
Porque siempre es nuevo lo que en un momento dado aprendemos.
Nosotros hemos de tomar parte en esta
fiesta ritual de la Pascua en un sentido evangélico, y no literal; de manera
perfecta, no imperfecta; no de forma temporal, sino eterna. Tomemos como
nuestra capital, no la Jerusalén terrena, sino la ciudad celeste; no aquella
que ahora pisan los ejércitos, sino la que resuena con las alabanzas de los
ángeles.
Sacrifiquemos no jóvenes terneros ni
corderos con cuernos y unas, más muertos que vivos y desprovistos de
inteligencia, sino más bien ofrezcamos a Dios un sacrificio de alabanza sobre
el altar del cielo, unidos a los coros celestiales.
Yo diría aún más: inmolémonos nosotros
mismos a Dios, ofrezcámosle todos los días nuestro ser con todas nuestras
acciones. Estemos dispuestos a todo por cansa del Verbo; imitemos su pasión con
nuestros padecimientos, honremos su sangre con nuestra sangre, subamos
decididamente a su cruz.
Si te pones en el lugar de Simón Cirineo,
coge tu cruz y sigue a Cristo. Si estás crucificado con él como un ladrón, como
el buen ladrón confía en tu Dios. Si por ti y por tus pecados Cristo fue tratado
como un malhechor, lo fue para que tú llegaras a ser Justo. Adora al que por ti
fue crucificado, e, incluso si estás crucificado por tu culpa, saca provecho de
tu mismo pecado y compra con la muerte tu salvación.
Entra en el paraíso con Jesús y descubre
de qué bienes te habías privado. Contempla la hermosura de aquel lugar y deja
que, fuera, quede muerto el murmurador con sus blasfemias.
Si eres José de Arimatea, reclama el
cuerpo del Señor a quien lo crucificó, y haz tuya la expiación del mundo.
Si eres Nicodemo, el que de noche adoraba
a Dios, ven a enterrar el cuerpo, y úngelo con ungüentos.
Si eres una de las dos Marías, o Salomé,
o Juana, llora desde el amanecer; procura ser el primero en ver la piedra
quitada, y verás también quizá a los ángeles o incluso al mismo Jesús.
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