sábado, 28 de septiembre de 2013

Amar a Jescristo: ¿Qué han dicho algunos santos?


¿Qué han dicho algunos santos sobre Jesucristo?

En el camino de Damasco, Pablo descubrió que el Hijo de Dios vive en cada uno de los que creen en él. Pablo lo siente, lo sabe, lo vive. Jesús vive en él, amándole con un amor loco y haciendo de él una criatura nueva. Pablo está totalmente atrapa­do por él, ocupado, poseído. Y capitula sin condiciones ante este amor.

Esta presencia viva de Cristo chorrea por todas sus cartas.
«Mi vivir es Cristo y el morir una ganancia mía» (Flp 1, 22). «Tengo deseos de verme libre de las ata­duras de este cuerpo y estar con Cristo» (Flp 1, 23). «¿Quién podrá separamos del amor de Cristo? Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de aba­jo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8, 36-39). «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mi» (Gal 2, 19-20). «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12).

Pablo se convierte así en un modelo: alguien para quien el conocimiento se convierte en amor, el amor en seguimiento, y el segui­miento en lucha apasionada por la difusión de su Reino.

Esta misma conciencia de la presencia de Cristo en sus vidas es la que condu­cía, gozosos, a los mártires hasta la muerte. Es la que hace pro­clamar a san Ignacio de Antioquía: «Para mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra», y la que le lleva a exclamar ante la muerte: «Per­mitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo».

Y san Francisco de Asís no tendrá otra vida que la de arder en su llama:
¿Quién eres tú, mi amado Señor y Dios, y quién soy yo? El más pobre gusano de la tierra entre tus siervos. Señor mío muy amado, ¡cuánto te quisiera amar! Señor mío y Dios mío, yo te doy mi corazón y mi cuerpo, pero con cuánta alegría quisiera más por tu amor, si supiera cómo.

Toda la conmoción del cristianismo ante la figura de Jesús inundará la perso­nalidad de san Bernardo, que llevaba en su alma «una grande y suave herida de amor grande». Conmueve aún hoy su ternura ante los padecimientos de Cristo:
Yo le componía de todas las tristezas y todas las angustias de mi Señor ese ha­cecillo de mirra, primero de sus penalidades de niño, luego de los trabajos y fa­tigas que soportó en el curso de sus predicaciones, de sus vigilias en la oración, de sus tentaciones en el desierto, de sus lágrimas de compasión, de las injurias, de las bofetadas, de los sarcasmos, de las mofas y los clavos.

¿Y cómo no recordar aquella ingenua y emocionante oración a Cristo que es­cribiera san Patricio, el patrón y evangelizador de Irlanda?
Cristo conmigo,
Cristo delante de mí, Cristo detrás de mí,
Cristo dentro de mí, Cristo debajo de mí, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo en la fortaleza,
Cristo en el asiento del carro, Cristo en la popa de la nave, Cristo en el corazón de todo hombre que piensa en mí, Cristo en la casa de todo hombre que hable de mí, Cristo en todos los ojos que me ven, Cristo en todos los oídos que me oyen.

Ni debo olvidarme de santo Tomás, que sobre su mesa tuvo siempre las que eran las dos fuentes de su inspiración teológica: los evangelios y el crucifijo, y que, al final de su vida, habría dado todos sus libros escritos por un poco más de amor. Verdaderamente su pasión por Jesús valía más que toda su ciencia:
Yo te amo y estoy maravillado ante ti, yo te bendigo. Por los beneficios que me has hecho y de los cuales yo soy indigno, yo te amo porque tú eres digno de amor y porque tú me has llamado. Porque tú eres bienhechor y has tomado mi corazón. Porque eres indulgente y perdonas mis pecados. Porque te inclinas al perdón y has olvidado mis ofensas. Porque eres eterno y me mantienes viviente.

Y será de nuevo el amor a Cristo lo que alimentará las vidas de los grandes santos del Siglo de oro, como San Ignacio de Loyola:
Sobre todo quería que os ejercitaseis en el puro amor de Jesucristo, nuestro Redentor, y en el deseo de su honra y de la salud de las ánimas que él reparó tan a su costa, pues sois soldados suyos con especial título.

Y Teresa será la gran apasionada de la humanidad de su «buen amigo», su «buen capitán». Y lo será desde el día en que verdaderamente se encontró con él:
Pues andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le dejaban descansar las rui­nes costumbres que tenía. Acaeciome que, entrando un día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en la casa. Era de Cristo muy llagado, y tan devota que, mirándo­le, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el co­razón me parece se me partía y arrojeme cabe él con grandísimo derramamien­to de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle”.

San Juan de la Cruz le encontrará en la cima de la mística para gritar:
Tú no me quitarás, Dios mío, lo que de una vez me diste en tu único Hijo, Jesucristo, en quien me das todo lo que quiero.

Y en el siglo XIX, el frío siglo del racionalismo, el cura de Ars proclamará que «nadie es tan amado en el mundo, aun en nuestros días, como Jesucristo». Y la pequeña Teresa de Lisieux gritará que «Jesús es un abismo cuya profundidad no se puede sondear». Y el cardenal Newman, que proclamaba que «un auténtico cristiano no puede oír el nombre de Cristo sin emoción», la experimentaba él mismo en sus palabras:
Aguardan la venida de Cristo los que sienten por él una devoción tierna e impaciente, se alimentan con su recuerdo, están suspendidos de sus labios y viven de sus sonrisas. Todo lo que os lo recuerda excita y él es el primer pensamien­to que os asalta al levantaros por la mañana. ¿Sabéis lo que es vivir del afecto y de la ternura hacia un amigo que está cerca de vosotros? Vuestros ojos adivi­nan los suyos, leéis en su alma, el menor cambio de su actitud tiene un signi­ficado para vosotros, os adelantáis a sus deseos y necesidades.

¿Y cómo olvidar que la figura de Jesús ha sido el eje, el centro, el alma del pensamiento de los últimos pontífices?
Cristo es la cumbre y el Señor de toda la historia. El punto más luminoso de las conquistas y de las ascensiones humanas y cristianas es el contacto directo con Jesús. Él es la herencia más preciosa de los siglos. El único camino para no ex­traviarse, la única verdad para no equivocarse, la única vida para no morir, si­gue siendo Cristo. Sin Jesús, sin una fe viva, sin una gozosa esperanza y una caridad activa en él y hacia él, nuestra vida perdería por completo su significa­do (Beato Juan XXIII).

¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ¿Qué teméis? Tened confianza en él. Arriesgaos a seguirlo. Esto exige, evidentemente, que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra «prudencia», de vuestra indife­rencia, de vuestra suficiencia, de vuestras costumbres no cristianas que pro­bablemente habéis adquirido. Dejad que Cristo sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe por completo vuestra existencia para alcanzar con él todas vuestras dimensiones, para que todas vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en él o, por decirlo así, sean «cristificados». Yo os deseo que, con Cristo, reconozcáis a Dios como el principio y el fin de vues­tra existencia (Juan Pablo II).

Y ¿cómo olvidar las conmovedoras palabras que el cardenal Mercier dirigía a sus sacerdotes?:
Si nos qui­tan a Nuestro Señor, nos arrancan el corazón y nos dejan fríos y helados al bor­de de la noche, cuando están para caer las sombras que nos abatirían en la de­sesperanza y en la angustia, esa angustia tremenda de aquellos que no creen en Cristo. Quédate con nosotros, Señor, porque está atardeciendo. Existe la ten­dencia en los tiempos actuales de transformar la vida en un moralismo puro, en el cristianismo sin Cristo que equivaldría no a un árbol sin fruto, sino a un fru­to sin árbol.

Los grandes teólogos de nuestro siglo descubrirán que la esencia del cristia­nismo es Jesús, amarle, seguirle. Lo proclama Romano Guardini:
No hay doctrina, ni sistema de valores morales, ni actitud religiosa, ni programa de vida susceptibles de ser desgajados de la persona de Cristo y de los que pue­da decirse: he ahí el cristianismo. El cristianismo es él mismo. Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que su ritmo viene determinado por él. No es cristiano lo que no le contenga. La persona de Cristo es cristianismo. Y si al­guno preguntara qué hay de cierto en la vida y en la muerte, tan cierto que todo lo demás pueda fundamentarse en ello, la respuesta es: el amor de Cristo.

¿Y nosotros, pobres y pequeñas gentes que todavía apenas hemos logrado vislumbrar su grandeza? ¿Qué nos queda a nosotros, sino volvernos a Él para pedirle que nos permita ver su rostro, contemplarle, conocerle, amarle, se­guirle?

Han pasado veinte siglos desde que se marchó de nuestro lado. Entretanto, los caballeros de es­te mundo -el poder, el dinero, el egoísmo, el placer- se ríen de nosotros.

Y, sin embargo, seguimos esperándote, Señor. Absurdamente quizá. Pero apasionadamente. Y es que sabemos que la única llama que queda en nuestro hogar, que ese rescoldo de fe batida por los vientos, certifica aún hoy cuánto te necesita­mos. Y es que sabemos que allá, en el fondo de nuestros corazones, se sigue alzan­do la misma gran voz de la esperanza de los primeros cristianos: «Marana tha», es decir, «Ven, Señor Jesús».

Porque sabemos que tú vendrás, estás viniendo. O mejor, no te has ido. Estás detrás del velo de nuestra ciega mediocridad. Tal vez basten tan sólo unos cénti­mos de fe para comprobar que tú estás con nosotros. Para descubrir que, a fin de cuentas, únicamente hay un problema: saber hasta qué punto te amamos y esta­mos dispuestos a seguirte.


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