¿Qué han dicho algunos santos sobre Jesucristo?
En el camino de
Damasco, Pablo descubrió que el Hijo de Dios vive en cada uno de los que creen
en él. Pablo lo siente, lo sabe, lo vive. Jesús vive en él, amándole con un
amor loco y haciendo de él una criatura nueva. Pablo está totalmente atrapado
por él, ocupado, poseído. Y capitula sin condiciones ante este amor.
Esta presencia viva de
Cristo chorrea por todas sus cartas.
«Mi vivir es Cristo y el morir una ganancia mía» (Flp
1, 22). «Tengo deseos de verme libre de las ataduras de este cuerpo y estar
con Cristo» (Flp 1, 23). «¿Quién podrá separamos del amor de Cristo? Ni muerte,
ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente, ni lo
futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni
cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo
Jesús, Señor nuestro» (Rom 8, 36-39). «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive
en mi» (Gal 2, 19-20). «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1, 12).
Pablo se convierte así
en un modelo: alguien para quien el conocimiento se convierte en amor, el amor
en seguimiento, y el seguimiento en lucha apasionada por la difusión de su
Reino.
Esta misma conciencia
de la presencia de Cristo en sus vidas es la que conducía, gozosos, a los
mártires hasta la muerte.
Es la que hace proclamar a san Ignacio de Antioquía: «Para
mí es mejor morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra», y la
que le lleva a exclamar ante la muerte: «Permitidme ser pasto de las fieras,
por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de
las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de
Cristo».
Y san Francisco de
Asís no tendrá otra vida que la de arder en su llama:
¿Quién eres tú, mi amado Señor y Dios, y quién soy yo?
El más pobre gusano de la tierra entre tus siervos. Señor mío muy amado,
¡cuánto te quisiera amar! Señor mío y Dios mío, yo te doy mi corazón y mi
cuerpo, pero con cuánta alegría quisiera más por tu amor, si supiera cómo.
Toda la conmoción del
cristianismo ante la figura de Jesús inundará la personalidad de san Bernardo,
que llevaba en su alma «una grande y suave herida de amor grande». Conmueve aún
hoy su ternura ante los padecimientos de Cristo:
Yo le componía de todas las tristezas y todas las
angustias de mi Señor ese hacecillo de mirra, primero de sus penalidades de
niño, luego de los trabajos y fatigas que soportó en el curso de sus
predicaciones, de sus vigilias en la oración, de sus tentaciones en el
desierto, de sus lágrimas de compasión, de las injurias, de las bofetadas, de
los sarcasmos, de las mofas y los clavos.
¿Y cómo no recordar
aquella ingenua y emocionante oración a Cristo que escribiera san Patricio, el
patrón y evangelizador de Irlanda?
Cristo conmigo,
Cristo delante de mí, Cristo detrás de mí,
Cristo dentro de mí, Cristo debajo de mí, Cristo a mi
derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo en la fortaleza,
Cristo en el asiento del carro, Cristo en la popa de
la nave, Cristo en el corazón de todo hombre que piensa en mí, Cristo en la
casa de todo hombre que hable de mí, Cristo en todos los ojos que me ven,
Cristo en todos los oídos que me oyen.
Ni debo olvidarme de
santo Tomás, que sobre su mesa tuvo siempre las que eran las dos fuentes de su
inspiración teológica: los evangelios y el crucifijo, y que, al final de su
vida, habría dado todos sus libros escritos por un poco más de amor.
Verdaderamente su pasión por Jesús valía más que toda su ciencia:
Yo te amo y estoy maravillado ante ti, yo te bendigo.
Por los beneficios que me has hecho y de los cuales yo soy indigno, yo te amo
porque tú eres digno de amor y porque tú me has llamado. Porque tú eres
bienhechor y has tomado mi corazón. Porque eres indulgente y perdonas mis pecados.
Porque te inclinas al perdón y has olvidado mis ofensas. Porque eres eterno y
me mantienes viviente.
Y será de nuevo el
amor a Cristo lo que alimentará las vidas de los grandes santos del Siglo de
oro, como San Ignacio de Loyola:
Sobre todo quería que os ejercitaseis en el puro amor
de Jesucristo, nuestro Redentor, y en el deseo de su honra y de la salud de las
ánimas que él reparó tan a su costa, pues sois soldados suyos con especial
título.
Y Teresa será la gran
apasionada de la humanidad de su «buen amigo», su «buen capitán». Y lo será
desde el día en que verdaderamente se encontró con él:
Pues andaba mi alma cansada y, aunque quería, no le
dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaeciome que, entrando un
día en el oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se
había buscado para cierta fiesta que se hacía en la casa. Era de Cristo muy
llagado, y tan devota que, mirándole, toda me turbó de verle tal, porque
representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal
que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece se me partía y
arrojeme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me
fortaleciese ya de una vez para no ofenderle”.
San Juan de la Cruz le
encontrará en la cima de la mística para gritar:
Tú no me quitarás, Dios mío, lo que de una vez me
diste en tu único Hijo, Jesucristo, en quien me das todo lo que quiero.
Y en el siglo XIX, el
frío siglo del racionalismo, el cura de Ars proclamará que «nadie es tan amado
en el mundo, aun en nuestros días, como Jesucristo». Y la pequeña Teresa de
Lisieux gritará que «Jesús es un abismo cuya profundidad no se puede sondear».
Y el cardenal Newman, que proclamaba que «un auténtico cristiano no puede oír
el nombre de Cristo sin emoción», la experimentaba él mismo en sus palabras:
Aguardan la venida de Cristo los que sienten por él
una devoción tierna e impaciente, se alimentan con su recuerdo, están
suspendidos de sus labios y viven de sus sonrisas. Todo lo que os lo recuerda
excita y él es el primer pensamiento que os asalta al levantaros por la
mañana. ¿Sabéis lo que es vivir del afecto y de la ternura hacia un amigo que
está cerca de vosotros? Vuestros ojos adivinan los suyos, leéis en su alma, el
menor cambio de su actitud tiene un significado para vosotros, os adelantáis a
sus deseos y necesidades.
¿Y cómo olvidar que la
figura de Jesús ha sido el eje, el centro, el alma del pensamiento de los
últimos pontífices?
Cristo es la cumbre y el Señor de toda la historia. El punto
más luminoso de las conquistas y de las ascensiones humanas y cristianas es el
contacto directo con Jesús. Él es la herencia más preciosa de los siglos. El
único camino para no extraviarse, la única verdad para no equivocarse, la
única vida para no morir, sigue siendo Cristo. Sin Jesús, sin una fe viva, sin
una gozosa esperanza y una caridad activa en él y hacia él, nuestra vida
perdería por completo su significado (Beato Juan XXIII).
¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ¿Qué
teméis? Tened confianza en él. Arriesgaos a seguirlo. Esto exige, evidentemente,
que salgáis de vosotros mismos, de vuestros razonamientos, de vuestra
«prudencia», de vuestra indiferencia, de vuestra suficiencia, de vuestras
costumbres no cristianas que probablemente habéis adquirido. Dejad que Cristo
sea para vosotros el camino, la verdad y la vida. Dejad que sea
vuestra salvación y vuestra felicidad. Dejad que ocupe por completo vuestra
existencia para alcanzar con él todas vuestras dimensiones, para que todas
vuestras relaciones, actividades, sentimientos, pensamientos sean integrados en
él o, por decirlo así, sean «cristificados». Yo os deseo que, con Cristo,
reconozcáis a Dios como el principio y el fin de vuestra existencia (Juan Pablo II).
Y ¿cómo olvidar las conmovedoras
palabras que el cardenal Mercier dirigía a sus sacerdotes?:
Si nos quitan a Nuestro Señor, nos arrancan el
corazón y nos dejan fríos y helados al borde de la noche, cuando están para
caer las sombras que nos abatirían en la desesperanza y en la angustia, esa
angustia tremenda de aquellos que no creen en Cristo. Quédate con nosotros,
Señor, porque está atardeciendo. Existe la tendencia en los tiempos actuales
de transformar la vida en un moralismo puro, en el cristianismo sin Cristo que
equivaldría no a un árbol sin fruto, sino a un fruto sin árbol.
Los grandes teólogos
de nuestro siglo descubrirán que la esencia del cristianismo es Jesús, amarle,
seguirle. Lo proclama Romano Guardini:
No hay doctrina, ni sistema de valores morales, ni actitud
religiosa, ni programa de vida susceptibles de ser desgajados de la persona de
Cristo y de los que pueda decirse: he ahí el cristianismo. El cristianismo es
él mismo. Un contenido doctrinal es cristiano en la medida en que su ritmo
viene determinado por él. No es cristiano lo que no le contenga. La persona de
Cristo es cristianismo. Y si alguno preguntara qué hay de cierto en la vida y
en la muerte, tan cierto que todo lo demás pueda fundamentarse en ello, la
respuesta es: el amor de Cristo.
¿Y nosotros, pobres y
pequeñas gentes que todavía apenas hemos logrado vislumbrar su grandeza? ¿Qué
nos queda a nosotros, sino volvernos a Él para pedirle que nos permita ver su
rostro, contemplarle, conocerle, amarle, seguirle?
Han pasado veinte
siglos desde que se marchó de nuestro lado. Entretanto, los caballeros de este
mundo -el poder, el dinero, el egoísmo, el placer- se ríen de nosotros.
Y, sin embargo,
seguimos esperándote, Señor. Absurdamente quizá. Pero apasionadamente. Y es que
sabemos que la única llama que queda en nuestro hogar, que ese rescoldo de fe
batida por los vientos, certifica aún hoy cuánto te necesitamos. Y es que
sabemos que allá, en el fondo de nuestros corazones, se sigue alzando la misma
gran voz de la esperanza de los primeros cristianos: «Marana tha», es decir,
«Ven, Señor Jesús».
Porque sabemos que tú vendrás,
estás viniendo. O mejor, no te has ido. Estás detrás del velo de nuestra ciega
mediocridad. Tal vez basten tan sólo unos céntimos de fe para comprobar que tú
estás con nosotros. Para descubrir que, a fin de cuentas, únicamente hay un
problema: saber hasta qué punto te amamos y estamos dispuestos a seguirte.